Fantastes, de George MacDonald (Atalanta) Traducción de Juan José Llanos | por Almudena Muñoz.
En 1858 se hace pública en Londres la revolucionaria teoría de Charles Darwin a propósito de la evolución y la selección natural. Los periódicos se hacen eco de la noticia, de la sorpresa, de los datos científicos y las conclusiones distorsionadas, de las caricaturas que ríen la realidad como si esta fuese una fantasía. Aquel mismo año se pone a la venta en la misma ciudad una novela breve de George MacDonald que parece lanzar un barco de papel en una corriente ajena a todas las discusiones de academia y salón. No obstante, era aquella hora de acostarse (o desperezarse) de una sociedad que tenía en la mesilla de noche el tratado sobre el origen de las especies y el cuento de hadas.
La selección antinatural, si puede entenderse como contrario a la naturaleza todo lo que el hombre imagina e inventa, se combina con su opuesto para erigir las columnas que sustentarán el nacimiento de nuevas creencias sobre otras viejas. Así, los Fantastes de MacDonald podrían nombrar a una criatura neblinosa y sin contornos, amenazante, hecha de los sueños distorsionados que recorren Europa y alcanzan la línea de sus mares, sin saber muy bien si deben continuar o disolverse. Un fantaste podría ser algo luminoso y maravilloso o un aborto de mitologías que ya no tienen druidas y vírgenes para defenderlas, ¿y cómo seguir creyendo en ellas, si la niebla ha sido diseccionada y racionalizada, y cómo abandonar lo fantástico, si cuando los abedules se agitan en un camino nocturno todavía alguien siente miedo?
Aquel 1858 Offenbach domó el mito y el pánico a los bosques frondosos del Este europeo, a falta de un Darwin que los abocetase como a los archipiélagos cálidos y salvajes. En su Orfeo en los infiernos, el compositor acometió la misma osadía que el hombre de ciencia frente a los simios y las condenas bíblicas: transformaba en sátira la desgracia, antigua e imperecedera, del poeta que acude a rescatar a su esposa del averno. Y, sin embargo, lo féerie permanece como reclamo, embellece el escenario y, medie risa o llanto, endulza al individuo que se encamina década a década hacia el escepticismo. En esa hondonada, entre la crudeza y la credulidad, la incertidumbre inglesa. Por eso Fantastes actúa, de forma y fondo, como una puerta arrancada de sus bisagras y que marcha a la deriva, empujada por aguas diversas. Probablemente no fuera un canto consciente de su tiempo, sino una muestra más, y de mayor envergadura que los cuentos, de la tendencia a la melancolía de MacDonald, aún más acerada que la del famoso depresivo Andersen.
El héroe Anodos, cuyo nombre apela al ascenso griego, esconde otra contradicción porque su senda es como la de Orfeo, cuesta abajo, desde una visión imposible del mundo de las hadas hasta los dobleces oscuros de su pasado, nunca aclarados del todo. Por este motivo, los referentes que maneja MacDonald sirven a esa metáfora del mundo decimonónico dividido entre dos espíritus y emiten, también, una melodía extraña repleta de disonancias. Por un lado, la cursilería afrancesada, que se vuelca en descripciones de duendes y hadas, curiosamente provistas de otra naturaleza dual, de un alma feérica y un cuerpo corriente: el catálogo de criaturas mágicas es como un compendio botánico de flores y árboles. No falta la cita directa a Madame d’Aulnoy, porque todas las lecturas que marcan el viaje del género son obligatorias pero no igual de fáciles de digerir. En el extremo opuesto, entonces, el óxido germano. Cierta reescritura del Galahad del ciclo artúrico y de la belle dame sans merci, junto a la invención de la historia de Cosmo, que prefigura la Alicia a través del espejo (1872) de Carroll y que invoca, en un meridiano glorioso para la novela, el hálito de los grandes escritores de cuentos en lengua alemana, la Motte Fouqué, Chamisso y Ludwig Tieck. MacDonald no resuelve las paradojas del relato, y el cansancio o la desilusión, que no el hastío, envuelve las involuciones de una historia que lo mismo podría contemplarse como superación figurada de un trauma psicológico que como unión entre fábulas atroces y cuentos morales (el estilo de las ilustraciones prerrafaelitas de Arthur Hughes, no incluidas en esta edición). O la hora más oscura antes de una remontada: es obvio a qué se refiere C. S. Lewis cuando reconoce que su Narnia no habría sido posible sin MacDonald, así como seguramente los primeros jardines de Kensington de Barrie y la Tierra Media de Tolkien.
A pesar de sus brillantes influencias posteriores, la voz de MacDonald llegue a ser pesarosa, incluso incrédula ante los propios milagros de los que se nutre su imaginario, como si estuviese profetizando aquel momento fatal para el cuento de hadas. Cuando entre 1917 y 1920, entre las dos guerras que hicieron trastabillar la lectura del mundo, las fotografías de las hadas de Cottingley, defendidas por Arthur Conan Doyle y rechazadas por el mundo, revelaron el montaje de los relatos míticos rescatados por MacDonald, incapaces de subsistir, como algún animal retratado por Darwin que alguna vez fue real y hoy sólo parece inventado, con música fúnebre y bufa de Offenbach.
Me ha encantado la reseña, sobre todo por la dicotomía entre ciencia y fantasía.
Hace años yo era un encarnizado defensor de lo demostrable y empírico, pero ya sea por los cambios propios en el animo que se producen al madurar como individuo o por experiencias personales llegue a un punto donde aunque sigo intentando diferenciar meridianamente entre lo real e imaginario me di cuenta que quizás la verdad absoluta no importa tanto cuando se trata de ciertas cosas en la vida y que muchas veces bucear en la fe hacia cualquier idea, la fantasía o dejarte llevar por los mundos de lo onírico es necesario para no volverte loco en un mundo que deshumaniza y consigue que nos enganchemos a todo con suma facilidad. Al fin y al cabo perderte en cualquier obra del conocimiento humano también es un acto de introspección donde juega un gran papel la fantasía y donde dispone de muy poco espacio la ciencia para hurgar con sus fríos bisturís.
Al final todo se reduce a la unión y a la búsqueda infinita de a que nos debemos enfrentar cada día para vivir y a donde nos gustaría estar. Sin ir mas lejos y cogiendo como referencia tu mención a 1917, en las trincheras infernales, húmedas, sucias y llenas de cadáveres de la I Guerra Mundial un pequeño chaval nacido en una colonia británica de Sudáfrica soñaba con Dragones, Altos Elfos y mundos infinitos. Mas tarde toda esta cosmologia serviría de faro para cientos de escritores de las generaciones venideras en el terreno de la literatura fantástica y sin embargo nació de la mas imperiosa realidad que se te obliga a vivir cuando acaricias a cada segundo la muerte.
De todas formas el debate continua dentro de mi y creo que durara mientras viva, algunos días me siento Rust en True Detective desdeñando a todos los que tienen fe como medio para sentirse el centro de la existencia, otros creo ser Levine en Ana Karenina falseando los argumentos de mi raciocinio para convencerme de la existencia de algún tipo de Dios que me permita dejar de esconder la soga por el miedo a ahorcarse y en los mejores momentos me acabo convenciendo de que aquello que decía Exupery: «lo esencial es invisible a los ojos», es la única verdad que debería aceptar en esta vida para siempre. La pena es que la convicción jamas dura tanto y la lucha continua entre los hominidos de Darwin que desarrollaron un lenguaje simplemente para decirse unos a otros que fruta estaba madura y la del primer ser humano que se sentó bajo las estrellas para ser consciente de si mismo y sentirse infinitamente solo y pequeño, me temo que sera eterna.
PD: Aunque sea al filo, feliz santo.
Muchas gracias por los halagos, y por la felicitación, aunque como soy más Rust que Levine no me sé el santoral (y aún así aseguro que estos debates entre fantasía y ciencia son buenos, que se puede convivir muy felizmente con las dudas existenciales).
En el fondo estas luchas o debates existenciales son la felicidad misma, o al menos la sustancia donde puedes empaparte para llegar a ella cuando dejas de martirizarte por las dudas y las aceptas como una parte inseparable de tu crecimiento como persona. Yo tampoco me se el santoral, pero como es la patrona de Madrid y día festivo, eso lo convierte casi en fiesta nacional.
Yo no sabría decir muy bien a quien me parezco mas, en el caso de Levine no es mas que el propio Tolstói martirizándose entre su propia lógica gritándole que la existencia de una deidad es bastante improbable y una sensibilidad, empatia y humanidad descomunales que le hacían su vida demasiado injusta sin el faro de un Dios Cristiano. Rust sin embargo cabalga entre el relativismo moral, el posmodernismo y el nihilismo, pero al final también acaba teniendo una experiencia que le hace abrazar lo intangible para mirar la vida con esperanzas y a toda la existencia de un modo positivo, algo que no deja de ser mas que fe y fantasía.
Al final lo reduzco todo a una reflexión del autor Ruso:
«No se vive sin la fe. La fe es el conocimiento del significado de la vida humana. La fe es la fuerza de la vida. Si el hombre vive es porque cree en algo».
La persecución eterna de la fantasía ante una realidad que duele por el ser humano que se pregunta si los bisontes son simplemente lo que caza todos los días para comer o ya han dejado de ser solo eso para siempre por culpa de las pinturas que ha dibujado en las paredes de una cueva.