Mi dueño y mi señor, de François-Henri Désérable (Cabaret Voltaire) Traducción de Lola Bermúdez | por Gema Monlleó

François-Henri Désérable | Mi dueño y mi señor

“Qué importa la eternidad de la condena a quien conoció en un segundo la infinitud del goce”
Charles Baudelaire
 

A veces hay libros que se disfrazan. Mi dueño y mi señor (François-Henri Désérable, Amiens, 1987) es uno de ellos. Un libro sobre pasiones disfrazado de novela negra. Una no-novela-negra. Una sí-novela sobre el amor-delirio. Una sí-novela sobre el arrebatarse por los cuerpos, por la literatura, por el arte. 

Vasco (contracción de Vincent Ascot) es conservador de la BnF: Biblioteca nacional Francesa (“en el cv de Vasco había estudios poco consistentes, un poco de historia, algo de derecho, luego el encuentro con un bibliófilo que le había transmitido la pasión por los libros raros”) y se enamora (quizás sea más adecuado decir se apasiona) de(por) Tina (“tiene un ciervo grande bramando en su interior, un ciervo de dieciséis cuernas que le destrozan las entrañas”). Tina es actriz de teatro y lectora enfebrecida de Verlaine (“alguien que como ella tuvo el corazón generoso y como el suyo destrozado, que como ella bailó al borde del abismo, se cayó, pero regresó con versos luminosos”). Tina es amiga de un amigo (atención al amigo) y está a punto de contraer (cometer) matrimonio con (contra) su pareja y padre de sus hijos.  

“El arrebato tiene dos acepciones: la del embeleso, un placer desbordante, y, también, la del rapto, la de la abducción. Y es precisamente eso lo que sentía Tina desde hacía algún tiempo, el sentimiento de que le habían raptado su propia vida” 

Planteamiento esbozado. 

El narrador de la novela es el amigo. El amigo que presentó Tina a Vasco (“desde hacía dos meses me había convertido en el confidente de uno y el confesor del otro, el historiógrafo de su amor”), y nos explica lo ocurrido (lo que sabe y lo que intuye, lo que cuenta y lo que calla, tal vez lo que fabula dada su condición de escritor) desde el despacho de un juez que, con una suavidad exquisita, lo interroga (“con la ventana entreabierta y la mirada perdida a lo lejos hacia la fuente de Saint-Michel, con los cabellos despeinados por el viento; la corbata le colgaba, parecía un poeta, quizás en el fondo su vocación era esa: vivir como un poeta”) acerca del crimen (según la RAE en su acepción primera: “Delito, sea grave o no grave.”) cometido por Vasco. 

“Yo estaba considerado como el mejor amigo de Vasco. Era uno de los amigos más cercanos de Tina. Dicho de otro modo, el juez esperaba mucho de mí” 

La prueba: el cuaderno de poemas de Vasco. Un cuaderno Clairefontaine de cuadros grandes, formato 21×29,7, 96 páginas en origen, ahora sólo la mitad, y cubierta flexible y transparente con el título Mi dueño y mi señor. Un tablero de pistas en forma de haiku o soneto. Un jeroglífico a descifrar dejando la literatura al margen (“cualquier intento de dilucidación de un verso lo vacía de su sustancia poética”). 

Planteamiento terminado. 

¿Y por qué en la cubierta del libro hay una fotografía del revólver Lefaucheux de Paul Verlaine? 

Con la venia, señorías, a esto no voy a responder. 

Para que una historia de deseo y amor correspondido sea desgraciada la pareja debe tener tres vértices y pasar a ser triángulo. Vasco y Tina se arrebatan el uno por el otro. Pero hay otro otro: Edgar, el casi marido de Tina. El padre de sus gemelos (“una mujer que quiere morir, no se mata, se hace madre”). El hijo de una familia muy burguesa, muy católica y muy tacaña, que en invierno no calentaba todas las estancias de la casa provocándole una sensibilidad exacerbada para el frío. El frío físico en los huesos que Edgar intenta revertir ataviado siempre con un plumífero acolchado (lo que le valdrá el apodo homónimo). El frío en el alma, sin embargo, no estoy muy segura de que pueda aplacarse. Edgar, “treinta años cumplidos. La mandíbula cuadrada, los ojos verdes, el pelo rubio” (una letanía que quizás homenajea a “Los ojos azules, el pelo negro” de Marguerite Duras).  

En la novela, en palabras del innominado amigo de Tina y Vasco, se describen dos amores distintos, como si de un díptico de antónimos se tratase. El cómodo amor de Tina por Edgar: “lo que le hacía falta era un tipo como Edgar, que la apaciguaba, la tranquilizaba, le ofrecía permanencia, un horizonte sin el cual la vida era solo un perpetuo presente, inmóvil, atrapado en una inmoderada angustia” y el amor-fou de Tina por Vasco y de Vasco por Tina: “No tenían nada para gustarse; sin embargo, se gustaron, se amaron, sufrieron por haberse desamado, se volvieron a encontrar y se dejaron definitivamente”. Un amor que, tras la colisión de los versos de Rimbaud recitados por Ella en presencia de Él (con mayúsculas deontológicas), estallará tras morder el anzuelo que Vasco envía a Tina en un sms: “¿Te apetecería ver los ejemplares originales de Una estación en el infierno y Poemas saturnianos?”. ¿Alguien diría que no a semejante proposición? 

Esos ejemplares están en las entrañas de la BnF. La BnF, en su nuevo complejo de edificios construidos en 1995 por Domique Perrault (nombre literario), la BnF y sus cuatro grandes torres angulares de 79 m cada una. La BnF que en su arquitectura simboliza cuatro libros abiertos y que a mí me gusta comparar con las torres de la Sagrada Familia en Barcelona. Templos ambas. En el caso del edificio en París, un templo de la literatura. Un templo que conserva textos sagrados (los que Vasco mostrará a Tina en su primera cita: La Biblia de Gutemberg “la joya entre las joyas de la BnF, aquella cuyo valor es tan inestimable que no se le muestra a nadie,  casi a nadie”; las pruebas corregidas por Baudelaire de Las flores del mal, con una “coma suprimida por el impresor y restituida por el poeta”; el ejemplar original de Una estación en el infierno y el de los Poemas saturnianos -“los libros más raros de la reserva de libros raros”-). Un templo en el que los actos sagrados son litúrgicos (aunque sean de índole sexual). Un templo que se alza mirando al cielo implorando la compasión de Dios.  

Un templo divino al que le sucederá un templo pagano, o cuanto menos libertino: el Hotel Arthur Rimbaud. Un hotel literario, perteneciente a una cadena de hoteles con nombre de escritor (y que yo emparejo con el Hotel Cervantes de Montevideo, al que Enrique Vila-Matas viaja en su novela Montevideo siguiendo las pistas literarias de Julio Cortázar en La puerta condenada y de Adolfo Bioy Casares en Un viaje o El mago inmortal), y en el que los protagonistas pedirán una vez y otra la habitación Paul Verlaine (cuarto piso, al lado de la habitación Izambard). Una habitación en la que escribir mensajes en el vaho de los espejos y donde, tras agotar el cuerpo, “permanecían tumbados en silencio, en el placer de callar juntos, en esa muda complicidad que es el verdadero lenguaje del corazón, escrutando los más mínimos detalles de sus cuerpos, como entomólogos del amor”. 

La literatura. El amor desmedido por la literatura, podría ser otro vértice si convertimos el triángulo (Tina-Vasco-Edgar) en cuadrado. Pero no, dejémoslo tal cual y situemos la literatura como el hilo conductor, como el decorado del escenario en el que Vasco y Tina van a moverse, como el lugar de las pistas del crimen (recordemos el cuaderno, los poemas), como el aire brumoso de novela negra que esta tendría si lo fuera. La literatura como fatum, la literatura como zugzwang (espóiler: ambos términos ad hoc en el libro). 

¿Y Rimbaud? ¿Y Verlaine? Rimbaud y Verlaine, Verlaine y Rimbaud. Rimbaud, descendiendo del tren desde Charleville, 16 años, con El barco ebrio en la maleta. Verlaine, casado, 37 años, anfitrión de Rimbaud. Dos poetas en París. Dos poetas seducidos por la poesía y el cuerpo. Rimbaud, permanentemente arrebatado. Verlaine, alcohólico, depresivo y dependiente. Rimbaud y Verlaine en París. Verlaine y Rimbaud en Londres. Mathilde, la esposa de Verlaine, aguardando la vuelta al redil del esposo en Bruselas. Rimbaud y Verlaine, la distancia. Verlaine y Rimbaud, la imposibilidad de calma. Rimbaud: “Vuelve, vuelve, querido amigo, único amigo, vuelve.” Verlaine, que no consigue reconquistar a su esposa. Rimbaud y Verlaine, la cita en el hotel de la Rue de Brasseurs en Bruselas. Verlaine, el revólver. Rimbaud, dos disparos: uno en su mano y otro que no lo alcanza. Verlaine, detenido en el andén de la estación con el revólver aún en su mano. El arma: un Lefaucheux con número de serie 14096 y las iniciales JS grabadas en la parte delantera del tambor. El Lefaucheux de la cubierta del libro de François-Henri Désérable. 

En su conversación con el juez el narrador se pregunta “¿Cómo articular la indecible conmoción de un amor imposible?”. Y quizás la mejor respuesta sea la que dio Verlaine al conocer la muerte de Rimbaud: “su recuerdo es un sol que arde en mí y no quiere apagarse”. Mi dueño y mi señor: una no-novela-negra que luce y no se apaga.


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