Vidas conjeturales, de Fleur Jaeggy (Alpha Decay) | por Óscar Brox

Libros

Ante la prosa de Fleur Jaeggy, uno siempre tiene la obligación de continuar como lector el mismo proceso meticuloso de escritura que ha culminado en el texto; más, sobre todo, si se trata de una obra tan breve, tan concentrada y al mismo tiempo delicada, como Vidas conjeturales. Para entender el aliento evocador que Jaeggy insufla a sus relatos sobre Thomas De Quincey, John Keats y Marcel Schwob, no basta con atravesar sus apuntes biográficos. Hace falta vivirlos, sumergirnos en el estado emocional que su autora reconstruye minuciosamente. Fiel a su estilo literario, entre el detalle y la ficción, Enrique Vila-Matas describía el viaje que llevó a Schwob tras la pista de Robert Louis Stevenson, muerto en Samoa en 1894, como una travesía en la que hallar finalmente la tumba de las aventuras. Más que un lugar o un cuerpo, Schwob encontraría un sentimiento, un estado anímico del que nunca volvería a despegarse. Tras esta pequeña anécdota, una intuición: más que un autor o una obra, el lector que se acerque a las Vidas conjeturales encontrará un ánimo esculpido pacientemente por las palabras de Jaeggy.

En Keats, autor de Endymion, Jaeggy construye un tratado sobre el alma y las pasiones que surcan el espíritu del poeta, una miniatura que parece escrita desde la violencia de los estímulos que animaban cada bandazo de su vida. Keats, un bárbaro dulce, tan visceral como afectuoso, aparece dibujado por el pincel de su amigo pintor: «advirtió la intensidad de la mirada, que al parecer debía de pasar de accesos de fuego a la intemperie, al sereno brillo de un lago y a un oscuro y frío letargo». Bastan unas pocas hojas para intuir la muerte, la pasión desbocada que concluirá en Roma con tan solo veinticinco años, cuando el espíritu venza a un cuerpo demasiado humano para soportar sus arrebatos. Keats es un bárbaro capaz de poner en verso un mundo clásico que su poco conocimiento del griego le lleva a imaginar, a desencriptar con un furor insólito, con la misma curiosidad con que observa como estudiante de medicina los cuerpos abiertos que por tres guineas le sirven los ladrones de cadáveres. Un hombre en el que no cabe tanta vida, podríamos decir, como una presa condenada a desbordar su caudal.

La de Thomas De Quincey podría ser la evocación del relato de un niño que despierta de sus pesadillas una vez adulto para sumirse en un nuevo sueño. Con mimo y precisión, Jaeggy desgrana una infancia atrapada entre internados y muertes familiares que desemboca en una huida inevitable. Al niño Thomas le roban sus sueños, luego es justo que el maduro De Quincey los restituya. Así descubrirá el opio. Jaeggy narra la vida de De Quincey y sus contemporáneos como la búsqueda de un sueño del que nace la literatura, la pintura o el arte. Así, mientras Coleridge gime lúgubremente su poesía, Füssli come carne cruda que alimenta sus sueños fabulosos, ese raro fulgor que enciende el espíritu de una generación. Como en toda ensoñación, los años pasan y De Quincey forma una familia mientras el tiempo se consume como volutas de humo. El cansancio aplaca el fuego interior, los hijos mueren y los coetáneos de Thomas se dejan llevar por la fantasía. En menos de veinte hojas, el pequeño De Quincey es ya un anciano de organismo extenuado. Fleur Jaeggy escribe «se le veló el rostro de una apariencia de juventud». Esa es otra manera de declarar que el sueño llega a su fin.

Cuando uno lee Viaje a Samoa, aprecia en la escritura de Marcel Schwob la pulsación por lo infraordinario, por anotar cada vaivén del barco que le conduce hacia su destino o por dar cuenta del malestar físico que embarga un viaje por aguas revueltas. Sin embargo, cada palabra parece empeñada en cifrar el espíritu de la aventura, de la persecución incansable del rastro de Robert Louis Stevenson. A diferencia de sus dos compañeros de libro, el retrato de Schwob podría ser una historia de fantasmas. Todo comenzaría con un joven Marcel, durante su época de estudiante en la escuela superior. Allí conoce a Georges Guieysse, otro ser melancólico, y empiezan a trabajar juntos. Un buen día, Georges, presa del spleen, se disparará un tiro en el corazón. Esa muerte no aplacará el temperamento del escritor, que una noche de lluvia encontrará en la calle a una muchacha obrera consumida por la tuberculosis. Louise, se llamará. Como su amigo Georges, morirá demasiado pronto. Pero lo que para algunos es demasiado pronto, para Marcel será tarde: al mirarse en el espejo, reconocerá la vejez, la caída del pelo y, en fin, de la vida. Llegará la morfina y un dolor que solo puede localizarse en lo más profundo de nuestro ser. Marcel se casará con una actriz, pero para entonces la suya ya será una historia de fantasmas, los de Georges y Louise, sí, pero también el fantasma de no haber vivido lo suficiente. Quizá ese terror cerval le conducirá a embarcarse en un viaje imposible, aquel que le llevará hasta el fantasma de Stevenson perdido en Samoa. Uno no puede dar esquinazo a sus miedos. Y Jaeggy hará de la vida de Schwob una hermosa miniatura sobre los sentimientos que se escapan tras cada bocanada de aire, como ideas fugitivas que nunca sabemos cómo capturar; como fantasmas que atormentan nuestra existencia hasta que finalmente visitamos su tumba.

El valor de Vidas conjeturales reside en su extraordinaria, por paciente y sensible, manera de dibujar los perfiles de tres escritores cuyas obras elevan sus respectivas vidas. Jaeggy deja que sus palabras compongan minúsculas cápsulas de poesía allí donde la biografía del autor no sabe cómo continuar explicando sus vicisitudes. Pero, también, el valor de este pequeño texto excelentemente editado por Alpha Decay reside en su papel de carta de introducción para una autora a la que conviene leer con calma, anotando cada palabra y descripción, cada temblor y cada imagen que transmite su lectura. Vidas conjeturales es, en definitiva, no solo una hermosa reflexión sobre la potencia literaria, sino también ella misma un ejemplo de su potencia. La clase de escrito que, a media voz y como un susurro en el oído, nos dice que antes de morir vivamos sus relatos.


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