La casa del recuerdo y del olvido, de Filip David (Automática) Traducción de Patricia Pizarroso Acedo | por Juan Jiménez García
Escribo en un lugar que no es el mío (si es que ese lugar mío existe). Estoy en una terraza. Al fondo, hay una casa deteriorada por el tiempo. Más al fondo, el mar. En el mar, algún barco. Algún barco que espera. Sigue esa niebla persistente que iguala el cielo con el mar, convertidos en un todo azulado. Así, el barco parece suspendido en una nada. En la nada. Esta mañana, cuando la niebla se adentraba hasta las calles, cuando ocupaba jardines, se oían las sirenas. Creí oír las sirenas, alertando de su presencia. Conforme escribo, sé que estoy dando vueltas no a esto que me rodea, a aquello que me rodeaba, sino al libro de David, a La casa del recuerdo y el olvido. Un libro que también se mueve en la espesura de una niebla, que hace sonar las sirenas, que avisa de peligros, pero que sabe que nada, más allá del azar (si hemos de creer en la existencia de este), evitará nuevas catástrofes, nuevas derrotas. Un libro que busca encontrar el significado del mal. Entender ese mal. Algo que creíamos conocer, pero que, tras leer el libro, entendemos menos. Porque en esos intentos de encontrarle una explicación, de encontrarle un sentido, de encontrarle, qué menos, un significado, una definición, vamos advirtiendo que es inaprensible. La luz que rompió la vasija y expandió la oscuridad. Siempre, llegado aquí, recuerdo el título de una novela del escritor inglés William Golding: La oscuridad visible. El mal, tal vez, solo sea la parte aprehensive de las tinieblas.
Filip David enlaza todas estás búsquedas, todas estas pérdidas, con una. Albert Weiss es un superviviente del holocausto judío. Su padre, en el tren que los llevaba hasta una muerte segura, logró hacer un hueco por el que lanzar, a aquel terreno nevado que atravesaban, a Albert y a su hermano pequeño, Elijah. Pero cuando Albert cae, cuando logra ponerse de pie, cuando se pone a buscar a ese hermano pequeño, no da con él. Ha desaparecido. No será capaz de encontrarlo. Ni entonces ni más adelante. No lo encontrará nunca y, en ese abandono, no se separará de él jamás. Rescatado por un guardabosques alemán, que había perdido recientemente un hijo, sobrevivirá, y con él esa ausencia del otro. Esta será una historia más en un libro que recoge otras, que es una reunión de fragmentos, de cosas rotas. Vidas, destinos, pasados, presentes, futuros. Somos capaces de compartimentar el tiempo en formas verbales, pero no hemos encontrado una que reúna precisamente la ausencia de tiempo, de tiempos. O la presencia de uno en el que todos los demás se retuercen, forman un amasijo informe, se vuelven indistinguibles.
La casa del recuerdo y del olvido, es también el lugar donde se precipitan estas palabras. Donde buscando, habitación a habitación, esos recuerdos, intentamos liberarlos del olvido al que están condenados. Condenados por la acción de los hombres y por los mecanismos de defensa con los que estamos construidos. Pero, cuando esos mecanismos fallan, cuando es imposible que se activen, porque aquello de lo que nos defienden está devastado, no queda nada dentro, cuando nos preguntamos una y otra vez por el sentido de ese mal, buscarle significado a una palabra tan breve pero cuya persistencia puede llegar a ser infinita, inagotable, qué hacer… Mientras ese sucedáneo del Orient Express avanza en la noche, mientras va hacia el día, mientras va hacia el corazón de Centroeuropa, mientras por un fallo queda totalmente sumido en la oscuridad más absoluta, mientras salta en el tiempo y cae en las mismas trampas y alambradas del pasado, la pregunta por el significado del mal (repito una y otra vez, repite una y otra vez), subsiste. Acaba por serlo todo, contenido y contenedor. La pregunta. Preguntarse una y otra vez, estamos hechos de preguntas y respuestas que tantas veces no logramos atrapar. Quizás porque no existan, o porque nos negamos a aceptarlas. Cuando esas respuestas escapan a la lógica o a la forma, cuando se convierten en abstracción, en cenizas, queda escribir, recorrer abismos, remontar caídas, juntar trozos de cosas rotas. Seguir laberintos, intuir minotauros, pensar que encontraremos un hilo y que Ariadna existe. Existe y nos espera. Allá, al otro lado.