El Ángel DADÁ, de Fernando González Viñas, José Lázaro (El Paseo) | por Juan Jiménez García

Fernando González Viñas, José Lázaro | El Ángel DADÁ

En no pocos movimientos de vanguardia de principios de siglo, la mujer representó un papel fundamental. No es que representara ningún papel. Es que estaba y estaba como lo estaban otros artistas y seguramente no se hacían tantas preguntas ni esperaban respuestas que difícilmente se pueden dar. Tal vez era una inocencia que hemos perdido. No es que entonces fuera más fácil. Muchas de esas mujeres se convirtieron en las mujeres de aquellos hombres. E incluso en motivo de disputa. Pero su obra sigue ahí. Tan válida o tan caduca como las de los demás. Sí, la palabra musa siempre la tenemos lista ahí. Porque también en la cultura nuestro vocabulario no llega a las quinientas palabras, incluyendo todas aquellas manoseadas y que ya no sabemos qué significan. Emmy Hennings fue una de ellas. Su obra, más allá de algún libro de poemas, fue su propia vida. Y la vida que se desarrolló alrededor de ella. Es tan desconocida como lo puede ser Hugo Ball, su marido (no nos engañemos… preguntados por el dadaísmo, solo los alumnos avanzados llegarían a Tristan Tzara). Y ellos fueron los que fundaron la fugaz piedra angular del dadaísmo: el Cabaret Voltaire. Un lugar para reivindicar la nada.

La vida de Emmy Hennings no fue fácil. Nació en 1885 lo cual era la promesa de unas cuantas guerras. Y hambre, pero para eso da igual el año. Su vida discurrió entre Alemania y Suiza y unos cuantos sitios más, pero cuando se es pobre todo los sitios se parecen. Pero cuando se es artista, al menos es interesante ver con quién compartes toda esa miseria. Ella la compartió con algunos de los personajes que marcarían esas vanguardias incluso ya antes de que esas vanguardias tuvieran un nombre a reivindicar. Pero hasta llegar allí, se pasó sus días cantando en cualquier local que quisiera oírla cantar y prostituyéndose. Tiene una hija y es como si no hubiera tenido nada. La deja junto a su madre y ella sigue, como decía aquel ruso, con su vida y su destino.

Su contacto con los círculos artísticos de Munich (verdadero origen del dadaísmo o, mejor, de un nuevo arte, en tiempos en los que la guerra estaba por todas partes… 1913), le permite desarrollarse como artista y también encontrarse con Hugo Ball, que será un cambio definitivo en su vida. Emmy no tiene aún treinta años y lo ha visto todo. El infierno, muchas veces, y el paraíso a ratos, brevemente. Ball vive en un mundo paralelo, más cerca de la santidad que otros muchos. Él le aportará la tranquilidad, una vida sin sobresaltos, pero en busca de una plenitud artística. Se unirán a otra compañía de cabaret (leer Flametti o el dandismo de los pobres, el relato de aquellos años) y al final, disuelta esta por los problemas de su dueño con las menores, fundan el Cabaret Voltaire, que no durará mucho pero lo cambiará todo. Allí se reunieron los dadaístas y gritaron al mundo que el arte ya no existía, que existía dadá, y que dadá era nada.

Acabado aquello, Ball y Hennings salen de escena. Una guerra, una posguerra que verá nacer el surrealismo de los restos aún humeantes del dadaísmo, otra guerra por venir. Ball no la verá. Ni tan siquiera el nazismo. El relato se acaba aquí. Fernando González Viñas, a las palabras, y José Lázaro, a los lápices, trazan ya no el relato de una vida apasionada, la de Emmy Ball-Hennings, sino el de toda una época alrededor de ella. En ese relato, entre lo bello y los triste, nos enfrenta a unos años nada gloriosos que ahora recordamos con la nostalgia del que nada perdió allí. Ninguna inocencia.

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