Polaris, de Fernando Clemot (Salto de página) | por Juan Francisco Gordo López
Podéis decirle todo lo que queráis a Fernando Clemot, hasta insultarlo, yo os dejo; pero lo que no podéis decir de él es que sea un mal narrador o que no se entienda lo que escribe, porque entonces la culpa es vuestra, desatinados lectores de patatas fritas que quieren una novelita de folletín y sencillita que venga ya digerida y procesada como carne de hamburguesa rancia. Ni se os ocurra tocarme Polaris, porque entre vuestras manos se fundirá como bruja mojada.
Sin embargo, a los amantes de las grandes tramas trazadas en torno a un personaje cuyo desconocimiento de sí mismo es, si cabe, mayor que el que el lector tiene de él, va destinada esta obra. La acción narrativa se desenvuelve en el Eridanus, barco de prospecciones anclado en el Ártico en lo que se intenta resolver un acontecimiento perpetrado entre la tripulación y que, a buen seguro, es el único hecho del que vamos a tener solidez en toda la obra. Los sucesos, narrados a través del doctor Christian, van a estar plagados de las lagunas de su memoria y de una falta de orden que pone a la obra a la altura narrativa de una Pulp Fiction literaria.
Clemot nos sitúa en esa sucesión inconclusa y enigmática de una historia que debemos ir construyendo enclaustrados en el buque, junto a sus protagonistas, de los que nunca nos terminará de quedar claro quién es quién en este juego de novela negra desgajada en un amasijo de la pulpa con la periferia. Las misteriosas órdenes de una Central que es obedecida sin miramientos ponen la guinda de este guiso fuerte no apto para lectores ansiosos. La lectura debe ser pausada, atenta, como quien observa el lento proceso de gestación de una criatura, pues al final es lo que obtendremos tras la digestión de Polaris: una obra magnífica que, curioso, necesita de la participación del lector para completar esas lagunas que, eso sí, tened seguro que no van a ayudar a desvelar el misterio.
La magistral pluma del director de la revista literaria Quimera nos transporta a un ambiente claustrofóbico, con un pestazo a óxido que aturde y que consigue que el lector se sienta mareado y tan confuso como el protagonista de la novela por momentos. Si hubiera que asemejar esta obra a algún tipo de composición musical, hay que acudir a Russolo en cuanto a sonoridad y, en cuanto a saturación, a un ambiente muy similar al de El acorazado Potemkin, con esos planos de insurgentes fusilados con una sábana sobre sus cabezas.
Preparaos, si sois capaces y os atrevéis a ello, a desquiciaros con una novela que exige ser terminada, necesita que la desentrañen porque, ni por asomo, está cargada del ritmo trepidante de un barco de ocio, sino que nos presentamos en la borda de una embarcación anclada en 190 páginas de una calma chicha que nos desquiciará por la comprensión de su protagonista. Porque eso sí, si pensáramos que la novela gira en torno a una serie de hechos estaríamos perdidos. Todo es una excusa, un grandioso ejercicio de estilo tomado como pretexto para reconstruir la identidad de un personaje, Christian, y quién sabe si también de alguno más, tú, lector, consumidor de literatura y recuerdos que necesita de esta historia para completar sus propias lagunas.
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