Gainsbourg: Elefantes rosas, de Felipe Cabrerizo (Expediciones polares) | por Juan Jiménez García
Venedikt Eroféiev contaba en Moscú-Petrushkí la historia de un borracho que cogía el tren para visitar a su novia y hablando, hablando, bebiendo, bebiendo, regresaba al punto de partida sin ni tan siquiera reparar en ello. Y ahora pienso que esa también podría haber sido la historia de Serge Gainsbourg, su vida. Una vida nada herorica. Serge Gainsbourg lo tuvo todo. A ratos. Y lo perdía con demasiada facilidad. Su viaje en tren le llevó a los lugares más lejanos. Siendo un chico tímido y terriblemente feo (opinión generalizada) de él se enamoraron algunas de las mujeres más deslumbrantes de su tiempo. Su música alcanzó lo más alto de las listas de éxitos y ni tan siquiera eso era importante: lo importante fue el modo en el que esta música atravesó su tiempo y permaneció más allá de él. Conoció a mucha gente, perdió por el camino a otras tantas. Iba de derrota en derrota para alcanzar una derrota aún mayor, y esa idea de que se suicidaba lentamente, fumando, bebiendo, no es ni tan siquiera muy descabellada. La vida para Gainsbourg fue una gran borrachera. Una gran borrachera llena de música, mujeres, bebida y humo. Una vida trepidante que Felipe Cabrerizo y Expediciones polares nos restituyen con ese mismo vértigo, con esa misma velocidad de tren que viene y va.
Es complicado escribir sobre Gainsbourg. Uno tiende a quedarse con algunas imágenes o sonidos icónicos de nuestro tiempo: Je t’aime moi non plus, Whitney Houston en la televisión, Jane Birkin, Brigitte Bardot, Gainsbourg cantando en blanco y negro con cara de conejo asustado por los faros de un coche. Más allá: con Michel Simon cantando tumbados en la hierba, con su hija Charlotte, ese hombre devastado de sus últimos conciertos. Parecería que su vida son un montón de fragmentos de complicada interpretación, porque cada uno de ellos nos devuelve algo distinto y no siempre coherente con lo anterior. Solo una narración vertebrada desde la música (la música, que lo fue todo para este pintor fracasado) puede darle un sentido a su integridad, y ese es el primer acierto de esta biografía: contar su vida a partir de ella, porque todo lo demás ocurrió alrededor de esta y encuentra su acomodo entre su discografía.
No fue fácil. Hijo de músico, pretendió, como decía, ser pintor y ese será para él el auténtico arte, no su música, a la que no le da mucho valor. Gainsbourg se hace músico tocando en locales y viviendo la época. Que su referente y tutor sea Boris Vian ya nos da una idea aproximada de todo aquello. Y que sus canciones las cantase gente como Juliette Greco, también (por cierto, una de sus primeras relaciones sentimentales cantante – compositor, que tanto cultivaría). Abrirse camino para ese muchacho de aspecto terrorífico y asustadizo no era nada sencillo, y hubo que armarse de mucha paciencia, a la vez que encontrar a la gente oportuna (Gainsbourg y sus arreglistas, una relación tan conflictiva como sus amores). Tampoco vivía en su tiempo (el tiempo de los yeyés) y mientras tanto pensaba en otras cosas. Siempre atento a lo que se movía a su alrededor, tiene una habilidad notable para trasladar todo esto a su propia música, juntándose con las personas apropiadas. Y mientras tanto la vida sigue. Sus amores también. Su relación con Brigitte Bardot solo durará dos o tres meses, pero de una intensidad brutal de la que no saldrá indemne. En el camino se quedará la primera versión de Je t’aime moi non plus, en una grabación demasiado tórrida para la época (si es que hemos superado estas cosas) y para la propia B.B.
Habrá llegado el momento de Jane Birkin. Su relación más duradera, más fructífera y, por lo tanto, más devastadora. Sí, mientras duró fueron años felices, a ratos. Entrega su disco más celebrado, Histoire de Melody Nelson, con la que se inscribe en las historia de la música más allá de los grande éxitos, suyos o para los demás (tan a menudo para los demás). También su primera aproximación al cine, la indescriptible pero seguramente honesta Je t’aime moi non plus. Y la de una de sus creaciones más celebradas: Charlotte Gainsbourg. Aunque su relación fuera especialmente turbulenta, incluyendo canción incestuosa y película autobiográfica no muy agradable para aquella tímida muchacha, poco más que una cría, que era ella. Los tiempos de Birkin habían acabado, cansada ella de aquel personaje hundido en y por la bebida, que iba y venía sin saber nunca el lugar donde debía de parar.
Todo estaba preparado para Gainsbarre, la versión canalla de aquel joven que fue. Gainsbarre era Gainsbourg devastado y orgulloso de esa devastación que tanto le había llevado. Un espectáculo en sí mismo, una nueva atracción para televisiones y radios, en los que siempre estaba dispuesto a provocar, consciente o inconsciente, según los días y las necesidades del guión. Su música también avanza por los caminos más insospechados, hasta llegar a cosas como el reggae, que le proporciona nuevos triunfos (y escándalos). Sí, no está muerto. Casi. No tardará. Los infartos se suceden. Y él se resiste, pero poco. No puede abandonar nada de aquello que está acabando con él. Porque el tren no se detenía nunca. Nunca. Y un día murió.
Y con él murieron tantas cosas. Algunas inesperadas. El tiempo fue generoso con él. E incluso, irónicamente, llamaron a una película sobre él, “vida heroica”. Extraños heroísmos los suyos. Gainsbourg: Elefantes rosas, nos entrega una imagen posible de nuestro hombre. Seguramente la más justa que podemos esperar. Lo hace con una escritura palpitante, en la que las palabras suenan al ritmo de nuestro hombre y leemos a su velocidad: sin descanso, sin tiempo para detenernos. Avanzando, avanzando siempre, incluso cuando volvía de todo. No hay complacencia, no hay un retrato de fan entregado, no se esconde nada, ni se magnifican sus hazañas. Hay espacio para las derrotas, que fueron tantas. Para contar que Gainsbourg no siempre estuvo alineado con su época (rara vez, de hecho). Y sin embargo, cuando acabamos de leer, tenemos la sensación de que no vamos a encontrar una narración más honesta, más entregada, de la vida de un hombre que quiso ser tantas cosas y acabó siendo solo una: un mito. La idea de algo. El sueño de alguna cosa.
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