Cultos paganos, de Ezequiel Martínez Llorente (Walrus Books) | por Óscar Brox

Ezequiel Martínez Llorente | Cultos paganos

Lugares. Por algún motivo, me ha venido a la memoria un libro de Marie Luise Kaschnitz: Orte (lugares, en alemán). Quizá porque sus páginas mezclan el ensayo con el apunte, el rastro con la evidencia, la palabra con la sensación. Tal y como sucede en Cultos paganos, de Ezequiel Martínez Llorente. Como una geografía, más emocional que física, que deja testimonio de su presencia en esa cascada irregular de pensamientos que a veces inundan la página y a veces la cruzan con una línea, un destello y una idea. Como la geografía de un lugar, de un cerebro, de una familia y de un tiempo. Una cosmogonía escrita en cuatro partes, en varias voces, que narra, evoca, piensa y siente todas esas cosas que, por cercanía, absorben un poco de nuestra vida. Lo bueno, lo malo y lo raro. Lo que se tiene y lo que se desea. Lo que se sueña y lo que se inscribe en el inventario. Lo que se calla y lo que se comparte. Esa escritura pública y privada.

Cultos paganos es una colección de impresiones que parecen recuerdos. En esa línea, cultivada por Joe Brainard y Georges Perec, en la que en lo infraordinario parpadean los instantes de una vida. Martínez Llorente observa y apunta los gestos cotidianos, tanto da si es un hombre que pasea o un vaso de plástico en el que se sirve el vino; uno y otro traen a su memoria pedazos del pasado. De un pasado que tiene su importancia en su insignificancia, en su levedad, en eso tan bello que es recordar algo sin un cargo de responsabilidad. Algo que, simplemente, ha pasado. Sin nostalgia ni melancolía. Pero que sirve para reconstruir un espacio, una fecha, una edad y unas palabras. Para anotar lo que antes no se entendía y ahora sí comprendes. Un periódico, un picaporte que tu diminuta mano no alcanza a girar, un disco de Alice in Chains y otro de Poison. Cualquier cosa es susceptible de visar ese momento de transformación; el paso en falso entre la infancia y la adolescencia, entre la juventud y la vejez. Y Martínez Llorente lo apunta a través de su escritura, en esos recuerdos que irrumpen durante su explicación, en esa especie de cuadros vacíos que alimenta con intuiciones infantiles o en esos lugares en los que sobreimpresiona un tiempo pasado que en algún momento de su vida tuvo su protagonismo.

Mezcla de instantes y voces, Cultos paganos se lee como un ensayo y como un relato, como una narración y una poesía. A ratos, como si las palabras se precipitasen por la boca, picadas por una velocidad que encabalga una línea con otra. En ocasiones, con la lentitud de un pensamiento tan claro que te obliga a detenerte y releer, una y otra vez, eso que está escrito. Para no dejarte llevar por la nostalgia, la melancolía o las emociones prefabricadas; para sentir cómo palpita su prosa entre escenas de una cotidianidad absoluta. Escenas en las que una década se explica a través del auge y la decadencia de Kurt Cobain y Layne Staley, la coincidencia de sus muertes y todo en lo que han quedado sus vidas. Cajas, discos desenchufados, testamentos y testimonios, y una última foto de Staley, verdaderamente desmejorado, que su madre guarda con celo y prefiere no enseñar a la prensa. Décadas en las que creces, sientes, vives y piensas, resumidas en un gesto, un disco, una melodía o una noticia de periódico. Como en esas páginas de libro mal subrayadas que eligen la información de bulto porque no saben cómo llegar hasta el tuétano.

En Cultos paganos aparece, de manera casi obsesiva, la necesidad de contarnos, de hablar y compartirnos. Cruzar experiencias y tiempos, recuerdos e historias. Como si todos ellos configurasen una especie de sabiduría vital que, al final, es la única que queda; que no se olvida en los libros de texto ni se presta a un tipo de interés variable. Algo hermoso, precisamente, porque la obra de Martínez Llorente no pretende ser abierta ni cercana. Sus palabras, a veces, suenan con esa distancia con la que se refleja lo privado, lo vivido y lo desconocido. Como ese amigo, al que no conocemos del todo, que nos exige un pequeño esfuerzo para acceder a su intimidad. O ese padre que reconstruye su vida en forma de inventario; de facturas, gastos, compras y ventas, en las que poco a poco parece flotar la ilusión de una existencia, de una edad que avanza hasta la muerte. Algo más oblicuo que directo, más secreto que público, que la escritura de su autor convoca en forma de elegía. De culto a un tiempo extinguido, a un saber compartido y a una infancia-adolescencia-madurez cuya transformación anotamos pacientemente sobre el papel.

Resulta difícil hablar de un libro como Cultos paganos. Quizá sería mejor dejarse llevar por la musicalidad de su escritura; por ese ritmo interno que cose los retales que su autor disemina aquí y allá; por esa voz propia que merece atención e interés porque, en apenas unas pocas hojas, comparte eso tan complejo como es la emoción. Quizá la única forma de definir un libro como este sea apelar a todo eso que no son más que instantes, algunos rotundos y algunos imprecisos, que son como una pintada en un muro. Cuando se seca, o alguien le pega un cartel encima, parece que ya no están o que han desaparecido. Pero ahí siguen.


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