Liudmila Petrushévskaia aún no está en la sala.
Explica Xenia Dyakonova que durante los días en que ha estado acompañándola se ha dado cuenta de que es una mujer que no cesa de inventar historias. En la calle observa a los transeúntes y, fijándose en ellos, viéndolos pasar, cuenta cómo son, qué sucede en sus vidas. Para corroborar cómo las historias sobre las personas se albergan vivas como llamas en ella, añade que días atrás habían estado conversando un buen rato con una chica que les contó que había viajado a Moscú después de decidir romper la relación con su novio, y cuyo recuerdo de ese viaje era el de estar recorriendo la ciudad con los ojos llenos de lágrimas. Petrushévskaia y Dyakonova se despidieron de la chica y prosiguieron con sus paseos y compromisos. Y pasadas las horas, cuando para Dyakonova aquella chica y lo que les había contado se habían volatilizado como un fugaz episodio de aquel día, Liudmila Petrushévskaia comenzó de repente a hablar de ella. Ese detalle de que lloraba mientras recorría Moscú. Aquella chica no había dejado a su novio, sino que él la había dejado a ella. Esa era la auténtica verdad de la historia que les había contado.
Un momento antes, el traductor de los cuentos ha leído en voz alta Un destí tèrbol (Destino aciago). Como esa chica, la protagonista que llora al final de este cuento también llora engañándose. Llora para cubrirse los ojos, para empeñarse en alegrarse por el futuro que le traerá querer a un tipejo más bien patético y completamente pusilánime, ni siquiera guapo.
Número seis
Las penúltimas cosas
Fotografías: Blanca Galindo