En esta misma tierra, de Erskine Caldwell (Navona) | por Óscar Brox
En la década de los 40, entre los estertores políticos del new deal y la intervención en la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos vivía un momento de reforma en el que se podía advertir su futuro más inminente sin por ello perder de vista el pasado del que procedían. Ese instante en el que, como en un cruce de caminos, cada hombre debía elegir a qué visión de América pertenecer, la que cultivaran Steinbeck y Dorothea Lange o la que preconizara el incipiente cosmopolitismo. Erskine Caldwell siempre estuvo del lado de la primera, de la América del campesinado, el desarraigo y el vagabundeo; de las sagas familiares que intentaban resistir los vientos de cambio mientras apenas conservaban fuerzas para mantener sus débiles estructuras patriarcales. En esa lucha, tan denodada como fallida, Caldwell encontró un territorio en el que explorar las emociones y los efectos morales del progreso social, los restos del naufragio y esa violencia rural que delata los últimos coletazos de una forma de vida en pleno eclipse. Ahora Navona publica en castellano En esta misma tierra, el retrato tan bello como doloroso de la descomposición de una familia sureña.
La novela arranca como un sueño que lentamente desvela su contenido traumático. Chism Crockett, patriarca de la familia, aguarda la hora de salir a cazar sentado en el porche de la casa. Por un momento, el viento nocturno arrastra hasta su nariz el olor del otoño, de la madera cortada y el pino fresco que alguien utilizará para encender el fuego. Chism encuentra en el viento el recuerdo de un pasado perdido, destruido tras la muerte de su mujer, la venta de la granja y la llegada a un pueblo en el que lo único que ha aprendido es a pasar hambre. Por eso, tras ese instante en el que se deja llevar por la belleza de la nostalgia, Chism se arroja a los brazos de la miseria más desesperada, la misma que describe las pequeñas tragedias de su familia. Para cada uno de sus miembros, la muerte de la madre ha laminado sus posibilidades de llegar a ser algo en la vida, obligándoles a tomar hatajos -un matrimonio repleto de abusos, un trabajo como camarera y chica fácil o los siempre difíciles estadios de la infancia y la adolescencia- que narcoticen el dolor de esa pérdida. Solo el abuelo parece mantener la fuerza suficiente como para intentar cohesionar a una familia que amenaza con esparcirse como las esquirlas tras una explosión.
A Caldwell le interesa tomar nota de las reacciones de sus criaturas: cómo Dorisse, la hija mayor, es incapaz de abandonar a su marido Noble a pesar de sus constantes vejaciones; cómo Chism se resiste a regresar al campo y retomar la vida que apartaron al vender a la granja; o cómo Ross, el hijo mayor, prefiere perseverar en su carrera como abogado antes que coquetear con las influencias de un político turbio. Caldwell detecta en esa mezcla entre obcecación o indefensión el germen moral del que surge la familia: la sensación de que, poco a poco, han perdido su lugar en el mundo y ya es demasiado tarde para reanudar la búsqueda. Los Crockett se han visto arrastrados hasta una realidad en la que solo se han sentido expulsados, marginados o denigrados hasta habitar en sus márgenes como unos vagabundos condenados al peor destino. De ahí ese continuo maltrato que se cierne sobre cada personaje, desde el que infunde a sus hijos el propio Chism -confundiendo la violencia con el aprendizaje vital- al que perpetra la sociedad sobre una familia desestructurada. Así, las hijas protagonizan algunos de los episodios más turbios y desesperados del libro, esos en los que la vulnerabilidad y desprotección se mezcla con los sentimientos humanos más despreciables.
Acostumbrado a los relatos de grandes sagas familiares, el sur que describe Caldwell no le será desconocido al lector de Faulkner. La diferencia es que el segundo elige una mirada más paternal para narrar las desventuras de sus protagonistas. Un estilo más ligero y directo, donde lo tortuoso se condensa en la falta de determinación de los personajes. Esa misma que les lleva a deambular como náufragos sin hogar ni destino, extraviados entre el sueño de una vida que no han tenido y la pesadilla de una vida de la que quieren desprenderse a toda costa. Un retrato fiero y gélido, donde no existe la amistad masculina y el padre es una figura tan frágil e inestable como autoritaria. Una historia donde su autor vuelve una y otra vez sobre el peso de las decisiones y el poco espacio para razonar del que disponemos cuando nos hallamos entre la espada y la pared; donde se discute la entidad de la familia a la vieja usanza y la obcecación por preservar los lazos como si se nos fuera la vida en ello. Esos mismos que impiden imaginar un futuro mejor porque su trazado solo llega a mostrarnos el presente de miseria en el que estamos atrapados.
El mérito de una novela como En esta misma tierra radica en la sensibilidad de Erskine Caldwell para equilibrar la violencia más atroz con la vulnerabilidad de una vida hecha añicos. Chism Crockett podría ser otro vagabundo fotografiado durante un reportaje sobre la gente que malvive de la cosecha, pero en realidad es un pobre hombre que nunca ha podido elegir qué quería ser en la vida, cuyo profundo odio brota de una familia a la que ni siquiera sabe por qué debe mantener unida. La muerte de la madre, una ausencia que late tras cada momento de incertidumbre, tras cada arranque de cólera que dibuja el hogar de los Crockett, solo es un recuerdo que algún día pasará definitivamente. Y ese es quizá el temor secreto que anida en las páginas del libro: pensar que todo ese dolor, todo ese núcleo familiar, pasará algún día sin dejar ni rastro. De ahí la lucha a tumba abierta que Caldwell emprende para conseguir que sus protagonistas salgan adelante. De ahí, en fin, una novela apasionante que escribe una elegía a mayor gloria de ese campesinado que estaba destinado a desaparecer para asimilarse definitivamente a la sociedad.