Todo es posible, de Elizabeth Strout (Duomo) Traducción de Flora Casas | por Óscar Brox
A propósito de Me llamo Lucy Barton, la anterior novela de Elizabeth Strout publicada en castellano por Duomo, señalábamos como la principal preocupación de su autora la forma en la que retomamos la memoria de otra época, no tanto la memoria en sí. El ejercicio de madurez que supone pasar a limpio los conflictos, los huecos en mitad del relato, las decisiones tomadas y las que no se pudieron llevar a cabo. En Todo es posible, la presencia de Lucy Barton es testimonial, una especie de clave para que Strout indague en las vidas de sus antiguos vecinos. En lo que son y, también, en lo que no pudieron ser. Pero, sobre todo, en cómo ese tiempo que, de pronto, retoman para someter a evaluación revela, más que nada, las dimensiones reducidas de su mundo. De sus hogares. De sus amores. De, en definitiva, todas aquellas cosas que utilizamos como escudo ante el dolor. Para decirnos, para convencer al resto de personas, que la vida se ha abierto por el camino adecuado.
En Todo es posible conviven familiares y amigos de Lucy, vecinos y conocidos, cuyas vidas transcurren surcadas de pequeños dramas. Infidelidades, accidentes, miserias o, simplemente, años que apenas dejan huella. Strout nos habla de gente sin relieve; de aquellos personajes que habitualmente pueblan el segundo plano de una narración, las mesas del final en la cafetería en la que los protagonistas mantienen una conversación importante, los rostros borrosos que te encuentras al pasear por la calle. Quizá porque, en su aparente insignificancia, encuentra la semilla de los auténticos dramas. Las palabras. Las expresiones. La vida curtida por infinitos avatares que pasan desapercibidos porque, sencillamente, se asumen como una parte más de la vida. Como algo poco o nada extraordinario. Algo que, precisamente, Strout consigue que brille acercándolo al primer plano, a los focos, dejando que cada una de las pequeñas historias funcione como eslabón de una cosmogonía. De un territorio mediante el cual explicar la dureza de la vida de Lucy Barton. De sus años de pobreza total que poco o nada presagiaban su futuro como novelista de éxito.
Probablemente sea un error hablar de conmiseración para definir el enfoque con el que Strout aborda las desventuras de sus personajes. Sus desamores, sus traiciones, los ecos de guerras pasadas cuyos efectos no se han atenuado, la locura y la soledad. Frente a esa tentación burguesa, más preocupada por señalar la extracción que los problemas de sus criaturas, Strout se sitúa junto a ellos. Con Charlie Macauley y su doble vida, con la vaca Patty y las dificultades como orientadora escolar, con el hermano de Lucy y el resentimiento de una existencia marcada por la precariedad. Sin necesidad de explicar al lector lo que se siente, dejando que sus personajes lo sientan. Apelando a ese instinto primario, que sus palabras consiguen transmitir en cada página, mediante el cuál cada uno de los personajes encuentra un lugar en el que explicarse. Sin justificaciones ni trampas mor(t)ales. Con esa facilidad con la que Strout captura las vidas sencillas con sus constelaciones de pequeños problemas que, pese a todo, no evitan que el mundo continúe girando.
Si en la anterior novela, Lucy Barton trataba de encontrar un hilo, una semilla, que permitiese comprender la difícil relación con su madre; ese amor incondicional que, pese a todo, se profesaban; en Todo es posible sus personajes buscan argumentos para comprender el lugar en el que les ha tocado vivir. Las mentiras con las que han escondido determinadas realidades y, por qué no, las realidades que les gustaría poder esconder tras alguna que otra mentira. Porque todos, quizá, buscan una razón para vivir. Para sus errores y escasos aciertos. Para sus amores tardíos y sus penas precoces. Para esas vidas en segundo plano que Strout planta frente al foco, cada vez que sus personajes retoman un fragmento de memoria que creían pasto del olvido.
Todo es posible es, al mismo tiempo, ramificación y reelaboración de la anterior novela de Strout; ampliación de ese mapa que Lucy Barton había transformado en una suerte de confesión entre madre e hija. Un mapa en el que vemos el ahora mientras sus protagonistas tratan de sortear las heridas del antes. Un mapa que, precisamente, palpita en las pequeñas cosas. En esas palabras que tan cuidadosamente ponen el relieve, la ternura, el amor incondicional, por unas criaturas cuyo coraje resiste a las embestidas del olvido.
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