Escrito en el aire, de Cesc Gelabert (Teatre El Musical, Valencia. 24 de noviembre de 2017)  | por Óscar Brox

En Ante la palabra, uno de los ensayos de Valère Novarina que sirve como sustento teórico a Cesc Gelabert, aparece una de esas conclusiones prodigiosas que, de tanto en tanto, desengrasan esa clase de conversaciones acechadas por los lugares comunes. Hablar es, en primer lugar, abrir la boca y atacar al mundo con ella, saber morder. Pocas afirmaciones tan rotundas describen mejor ese primer impacto, ese shock primitivo, que uno siente durante los primeros compases de Escrito en el aire. Aquellos en los que Gelabert habla a través de los movimientos de su cuerpo, multiplicando situaciones y personajes hasta conseguir que su sola presencia en el escenario, recogida por un punto de luz, se transforme ante nuestros ojos en tantos otros personajes. En tantas historias como giros, como arabescos, interpreta con su cuerpo. Con tal fuerza expresiva que consigue que sus palabras -el variado registro de inflexiones vocales- y sus otras palabras -su cuerpo, sus músculos, lo que dibuja con cada gesto en el aire- lleven a cabo un ejercicio de transformación. Una forma de ruptura con el mundo. Con el lenguaje, quizá, que el bailarín trata de desnudar, de llevar al límite; contra el que se rebela para así poder llegar un poco más allá. Para vaciarlo de ese excedente de artificio, de apariencias, que tanto define a las sociedades capitalistas contemporáneas. Para enseñarnos eso que está vivo, que palpita en su voz. Lo esencial.

Gelabert danza tanto como habla, hasta el punto de acompasar lo uno con lo otro, ligando la inflexión de voz con el músculo, con el brazo en pleno revoloteo por el aire o las piernas que se recogen en un movimiento de gran elegancia. Y uno tiene la impresión de que, ante cada microescena, Gelabert lleva a cabo el más difícil todavía. Dar, a través de sus movimientos, nombre a las cosas. Construir, con tan pocos elementos, con la luz más primaria y unos pocos útiles teatrales, un mundo. Un mundo tras otro, quitando capas y capas en busca de eso que llamamos lo esencial. Moviéndose de lo lleno a lo vacío, mientras ataca, muerde al espectador en sus convicciones más básicas. Más comunes. Dejando al descubierto todo aquello que se sostiene a través de las palabras. Una emoción tan pura, tan desnuda, que en verdad resulta conmovedora. En la que se aprecia su esfuerzo por hacer de su coreografía de movimientos otra manera de descubrirnos un mundo. De enseñarnos otras palabras. De proporcionarnos -y quizá ese sea uno de los objetivos del Arte- otro lenguaje para explicarlo.

Con el apoyo escénico de Moisés Maicas y, como decíamos, el sustento de la obra de Novarina, Gelabert crea en Escrito en el aire esa sensación de escribir el movimiento y danzar la palabra; todo aquello que, precisamente, surge en la danza de una persona. Y es curioso que, contra lo que se pueda pensar, el bailarín y director consiga vehicular todo este discurso a través de una obra ligera, a ratos incluso humorística -en la que hay lugar para el clown-, en la que el cuerpo de Gelabert, sus bellísimos ejercicios de danza, se muestran al espectador en una suerte de traducción simultánea. Haciendo cercano, visceral y público ese lenguaje corporal, esa voz creadora, con la que nos enseña a imaginar mundos. A ponerles nombre, a entender de qué manera cobran sentido a través de la danza.

Aunque la frase es de Novarina, no sería difícil retitular la obra como un viaje al fin de la palabra. Y es que, en sus escasos sesenta minutos de duración, Gelabert nos deja con el regusto de haber ensayado mil pasos de baile, de haber gastado todas las palabras. De haber llevado su cuerpo al límite, entre lo lleno y lo vacío, en la desnudez del espacio escénico y en el rayo de luz que ilumina un recuadro. En un tour de force creativo que bien podría representar lo que entendemos por poner en escena una reflexión filosófica. Y que convierte a Gelabert en uno de esos artistas empeñados en dar su voz, sus gestos, su cuerpo a la tarea de poner nombre a las cosas. De transformar el mundo a base de atacarlo. De enseñarnos otro mundo en sus movimientos. De poner en escena lo que significa estar vivo. Y, sobre todo -y quizá eso es lo más importante- de transmitirlo con una ligereza que nos acerca a lo esencial. A ese movimiento que, a menudo, se esconde tras las palabras. A vivir, y nada más.

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