El boxeador polaco, de Eduardo Halfon (Libros del Asteroide) | por Juan Jiménez García

Eduardo Halfon | El boxeador polaco

Podríamos decir que El boxeador polaco se encuentra en el origen de todo ese entramado narrativo sobre el que Eduardo Halfon ha escrito en estos últimos años. Publicado en un lejano 2008, un par de años después le seguiría La pirueta. Dice el escritor que, en su momento, las historias de ambos fueron separadas y que ahora vuelven a encontrarse, como un conjunto de relatos que conforman, como decía, no una historia, sino múltiples, pero, en su fundamento, es la cosmogonía de buena parte de su obra conocida. Al menos la que va de Monasterio a Duelo, pasando por Signor Hofman. Poco a poco hemos ido siguiendo la vida de Halfon-Hofman y familia. Su particular historia del tiempo, en la que cada imagen, cada suceso, es completado e incluso reescrito. En la que cada personaje arroja luz sobre el pasado de los otros y queda ahí, a la espera de un futuro. Entre todas las incertidumbres de la memoria, entre ese nebulosa de recuerdos que giran alrededor de imprecisos centros (aunque el mito originario pueda ser ese boxeador polaco que salvó la vida del abuelo), los libros del escritor constituyen un misterio más, dado que nunca tenemos la constancia de que esa saga familiar haya llegado a su fin ni esté fijada de alguna manera.

En su momento, como decía, este El boxeador polaco editado ahora por Libros de Asteroide, se separó en dos libros (El boxeador polaco y La pirueta, editados por Pre-Textos). Más allá de decisiones y reversiones, lo cierto es que el libro, sus relatos, están atravesados por esa línea, una línea que podríamos llamar Milan y que cruza esa otra (y la prolonga) que es Halfon. La aparición de ese misterio músico de jazz serbio (pero con sangre gitana) nos lleva, postales mediante, de Guatemala a la vieja, destruida, Yugoslavia, sin olvidarnos de ese intermedio, tanto por ser polaco como por ser de otro tiempo, de la historia del abuelo, los recuerdos imprecisos, los campos de concentración, la muerte como horizonte. También, de alguna manera, es el paso de una melancolía latinoamericana a una centroeuropea. La primera tiene algo de luces apagadas y en la segunda hace mal tiempo y todo está lejano y es secreto. La vida frente al misterio. La búsqueda de un alumno perdido, un encuentro en un bar, Mark Twain,… Y luego, Epístrofe. Esa palabra, ese tema de Thelonious Monk (o Melodious Thunk), que se convierte en la puerta que nos lleva a otros mundos secretos. Al fondo y, sin embargo, bien presente, Lía, esa mujer que dibujaba sus orgasmos.

Pienso que hay una palabra que atraviesa (y no había pensado hasta ese momento en ella) los relatos: el fracaso. Perder. Perder de algún modo, entre pequeñas victorias que nos invitan a seguir perdiendo. Todo sale mal excepto lo que sale bien. Y sin embargo, nos embarga la belleza de los crepúsculos. Como Milan le envía postales a Halfon, Halfon nos envía postales a nosotros. Postales sin imágenes, horizontes de palabras. Hay un gusto del escritor por el lenguaje, una dulce musicalidad (como evitar la palabra melancolía) que nos arrastra, ya sea a través de la selva o de la nieve. Es el paisaje de un hombre, y las derivas por ese Belgrado zíngaro, es a través de una ciudad nómada en el que las casas y los barrios se mueven ante el extravío de su protagonista. Y todo es así. En la narrativa de Halfon vamos de acá para allá en una búsqueda de piezas de puzle. Un puzle blanco, como una hoja, como esa nevada, como nuestros recuerdos algunos días, casi todos. Ese puzle blanco del que Georges Perec decía que era el más difícil de completar. Y él sabía de eso.


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