El libro de las aguas, de Eduard Limónov (Fulgencio Pimentel). Traducción de Tania Mikhelson y Alfonso Martínez Galilea | por Juan Jiménez García

Eduard Limónov | El libro de las aguas

Agua. Una vida líquida. Sin necesidad de una forma predefinida. Libre, impredecible. La promesa de meterse en todas las aguas a las que llegue se convierte en Limónov en una metáfora de su vida. Su vida. Quien quiera conocerle un poco más puede leerse sus innumerables libros (en buena medida autobiográficos), algunos de ellos (pocos, pero algunos) traducidos a nuestro idioma. O bien se puede leer el libro que le dedicó Emmanuelle Carrére, lo cual será una excelente opción. También por el libro en sí mismo. Se encontrarán ante un personaje excesivo, más grande que la vida, que diríamos salvajemente. Y que, como todo lo complejo en extremo, se puede resumir en dos o tres palabras. Sexo, política y escritura. No, tal vez no sea tan sencillo. Lo era antes, al principio. Antes de leer El libro de las aguas (según Carrére, su mejor libro). Y tal vez lo era incluso con la lectura del libro de, de nuevo, Carrére. Pero en el Libro de las aguas, entre toda esa literatura del Yo (con mayúscula), entre todas esas vidas que existen porque existe Él, surgen las grietas por las que se escapa, algo imposible de retener ni detener, más que como una ilusión.

Entre aquel jovencito que escribía poesías publicadas en samizdat y el presidente del Partido Nacional Bolchevique (ese nombre con esos ecos, todo perfectamente buscado), hay un mundo de encuentros y escapadas, de búsquedas, amores y traiciones. Un buen número de países, mujeres, hombres y guerras. Y él, siempre Él. Porque, no es fácil engañarse en eso: uno puede prescindir de todo menos de uno mismo. Casi cada momento de su vida tiene un libro, y el Libro de las aguas sería el que los atravesaría todos (y a todos va haciendo referencia, trazando una cartografía precisa). Podríamos intentar diseccionar a nuestro protagonista (estaba tentado de decir héroe, pero a quién se le ocurriría… aunque tal vez sea un héroe de su(s) tiempo(s)… tal vez). Sería una tarea inútil. Más allá de que, como decía, la suya es una literatura fundamentalmente del Yo. El escritor no puede vivir sin su papel amante entregado, sin la infinidad de mujeres, como no puede vivir sin el militar aficionado (solo la miopía le apartó del ejército), amante abnegado de las armas y los conflictos bélicos, y sin el político, profesión que en Rusia es de riesgo. De mucho riesgo.

Podríamos pensar que una escritura del Yo conduce a una cierta coherencia, fundamentada ya no en que uno carezca de contradicciones, sino que más bien estas se diluyen en la búsqueda de un sentido común a la propia existencia. Una especie de igualación. No es el caso de Limónov. En su montaña rusa particular, uno pasa por los mismos lugares, por las mismas personas, con un vértigo de amor y odio. Solo hay que coger a sus mujeres (ya no me refiero al conjunto, sino aquellas con las que se casó). Iban y volvían igual que sus afectos, y con cada una de ellas creyó en el fin del mundo y la felicidad eterna con la misma convicción con la que le dedica sus odios y desesperaciones, alguna que otra vez entre palabras amables. Sus relaciones son inversamente proporcionales a su propia edad, de modo que, en estos tiempos de corrección política, difícilmente encontraremos consuelo en un hombre que nunca supo que era eso (afortunadamente). Desde este lado del mundo, lo único que le salva (y no siempre) del breve furor de las masas, es su desconocimiento. Un paseo en traducción automática por tierras rusas nos desvela que no es así en todos lados.

Su afición por las armas, las guerras perdidas (sus amigos serbios), la camaradería y la nostalgia del esplendor soviético (sin que se pueda decir que a él le fuera muy bien en aquellos tiempos), completan el panorama. Sus viajes, su estancia en Estados Unidos, en Francia o Italia, la comunidad rusa huída de la Unión Soviética. Como algún otro, Limónov solo puede existir como ruso en Rusia. Y seguramente solo es explicable en el país de Putin. Eso hace que se multiplique su pintorequismo, prescindiendo de que allí, siendo especial difícilmente se es único. E igual de disparatadas pueden ser sus fotografías y actos que los de otros tantos. La diferencia, que no es pequeña, es que este enfant terrible eterno del underground es escritor. Y ya desde tiempos de Céline sabemos lo peligroso y especial (en un mundo de semejantes) que te puede hacer esto.


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