El silencio, de Don DeLillo (Seix Barral) Traducción de Javier Calvo | por Óscar Brox
Al atravesar un episodio histórico como el del 11-S, del que dio cuenta en ese texto breve titulado En las ruinas del futuro, Don DeLillo adaptó su escritura a todos esos presagios que asomaban con el cambio de siglo: un tiempo marcado por la falta de límites, la velocidad con la que se nos impele a vivir en la idea de un futuro permanente con el capitalismo convertido en el molde perfecto para una conciencia global. Fruto de todo ello, sus ficciones se volvieron más escuetas, reducidas a lo básico y con un esqueleto argumental elemental en el que las reflexiones, las palabras, brotan como en una erupción súbita. En mitad del vacío.
El silencio tiene varios puntos en común con Zero K. El principal, casi un rasgo común en la obra delilleana, la idea de que las cosas solo son reales cuando aprendemos a nombrarlas. No en vano, la primera escena, situada en un vuelo de regreso a Estados Unidos, nos coloca en una posición extraña. Escuchamos la letanía de datos, cifras, trayectos y mensajes que Jim Kripps lee una y otra vez en la pantalla del asiento. Pero, ¿qué hay en todo eso? De entrada, la sensación de pérdida de realidad, camuflada bajo tantas otras cosas (tecnología, aceleración, poshumanismo) que resulta difícil encontrar algo de carne, de identificación, en ese vacío al que nos hemos acostumbrado por pura repetición. Al hilo del poshumanismo, la sensación de que DeLillo pondera cómo nuestro alrededor, si más no nosotros mismos, tiene sus contornos cada vez más borrosos, alcanzando incluso las interacciones más básicas. Ya no se puede hablar de diálogos, casi que tampoco de monólogos, sino de unidades de palabras que golpean, resuenan o se desvanecen en mitad de un silencio -ese cambio de paradigma que hemos fiado a una idea de futuro- que no sabemos romper.
Puede resultar paradójico que El silencio se completase poco antes de la emergencia sanitaria de 2020, en tanto que describe los pasos de un colapso social de naturaleza casi desconocida. Un avión realiza un aterrizaje forzoso; en una casa de Nueva York, mientras tanto, la emisión de la final de la Superbowl corta a negro en lo que parece una caída de la señal. Nada más. DeLillo coloca a unos y otros en el interior del apartamento, como protagonistas de una nueva versión de El ángel exterminador. Paralizados, zarandeados por unas palabras que mezclan a Einstein con la paranoia social, el tedio con algo parecido a una euforia vital -ante la visión del colapso, Jim Kripps y Tessa Berens hacen el amor, quizá pensando que debe ser la única, o la última forma, de encontrarse en el silencio. ¿Y el mundo? Bueno, qué difícil explicar eso. Cuando todo cae, o simplemente cuando no sabemos a qué agarrarnos -porque hemos construido la realidad a partir de unos conceptos etéreos, digitales, invisibles, no táctiles-, ¿cómo identificar esa visión singular de nuestro alrededor con la que puede tener nuestro vecino?
El silencio es una novela en la que DeLillo, acaso, pule todavía más su idea del lenguaje, de la escritura y la palabra. Quita todo lo accesorio, todo el detalle -y aun así, qué habilidad la suya para describir con lo mínimo cada cosa que sucede- y nos deja un poco a merced del vacío. De un vacío que no emerge en ningún momento, como una explosión, sino que parece ser el destino final, adonde nos dirige esa carrera veloz por querer alcanzar el futuro. La comunicación, la glaciación emocional, la disposición de las cosas más cotidianas. En verdad, resulta hermoso leer ese apocalipsis silencioso, que lejos de dibujar un horizonte hipertecnificado nos devuelve a una imagen antigua -algo, por cierto, que también describe David Cronenberg en Crímenes del futuro– y, tal vez, más estremecedora, en tanto que en ella pueden leerse esos trazos humanos cada vez más diluidos por las embestidas del futuro. De manera que uno llega a la conclusión de que hay en este último DeLillo un poso de melancolía y añoranza por un mundo, o más bien por una condición humana, perdida en el vértigo de sus transformaciones. Preocupada por la criogénesis, las fluctuaciones bursátiles, los movimientos oscuros desde la trastienda de la web o las alteraciones afectivas de la conciencia global. De ahí, un poco, esa imagen tan básica, tan cotidiana y familiar, absolutamente desdibujada, degradada, cuando Max regresa de su paseo y se sienta frente al ruido blanco del televisor a continuar con el partido de la Superbowl. Un gesto, aparentemente sin importancia, demasiado humano en mitad de ese vacío vertiginoso. En el silencio.