Ladran los hombres, de Diego Luis Sanromán (Pepitas de Calabaza) | por Juan Jiménez García
Al final tal vez todo sea una cuestión de estados de ánimo. Quiero decir: uno ama a un escritor profundamente. Por sus libros y por su manera de ser. Ese escritor es, pongamos, Roland Topor. Luego, un día, nos encontramos con un libro. Y en ese libro, algo nos remite a aquel otro, sin especiales razones. Es una simple cuestión de alineamientos. Escritor, lector, lecturas. Y luego la vida sigue. Hace un tiempo me ocurrió con Diego Luis Sanromán. Y ahora otra vez con él. Al principio está el azar y luego las afinidades electivas. Y entre todo, un gusto por lo raro, sin que sepa muy bien cómo definir ese raro. Pero es justo ¿no? Lo raro es lo que se nos escapa a nuestra precaria razón. Lo raro, tal vez solo sea un simple (pero calculado) desplazamiento de lo real.
Diego Luis Sanromán empieza con Duchamp. Todo acaba por tener sentido. En La muleta, una mujer pone a un pobre diablo en su vida. Como si fuera un perrito callejero, un inquietante indigente la sigue y se instala en su casa. Ocurre que acabo de escribir esto y ya me parece estar desvelando algo, cuando simplemente es un primer instante. Pero es que esos primeros instantes son ese empujón que nos deja fuera del curso de lo corriente, de lo ordinario, de esa vida de todos los días. Un primer instante es algo que cobra vida en una parte de nuestro cuerpo. Es un zapato faldero. Son los hombres perro o los perros hombre. Si la patafísica (y también hay patafísica en este libro, mierdra) es la ciencia de las soluciones imposibles, aquí tenemos el libro de lo extraño posible. Lo extraño es cualquier cosa, también el lenguaje.
Hay un largo relato que atraviesa el corazón del libro. Una Bildungsroman de bolsillo. Se llama Blood Red Roses y sigue la vida de un muchacho que piensa que todo está bien si a él le va bien. Y para que a él le vaya bien, no hay que reparar en medios ni tener especial cariño por nadie. La vida es fácil cuando uno se ocupa de sus cosas y solo de ellas. Sí, está la conciencia y la consciencia, que siempre lo joden todo, pero también de eso se puede huir. En este relato también hay cosas raras. Somos nosotros. Su protagonista, en permanente estado formativo para aprender el mal (el mal, el mal), no se lo pasa mal. Y nosotros miramos por la ventana ese cielo azul del verano y pensamos que nos ha reportado tanta seriedad y tantas cosas bien hechas.
Mientras leía (y también después) pensaba en que Diego Luis Sanromán se había desprendido de cosas, con respecto a sus novelas anteriores. Luego he tenido la imprudencia de decirlo y ahora tengo el deber de pensar en ello y decir algo. Es como si antes esos mundos extraños lo fueran todo. Cuando todo es extraño, nada es raro. Ahora todo es tan banal como nuestras propias vidas. Y es de ahí de donde pueden surgir todos los monstruos. Para ello, su escritura se ha vuelto más eficaz. Esa banalidad, a través de esa escritura, tiene algo de hipnótica, mientras atravesamos espejos y acabamos en otros mundos, ahora sí, de tan imposibles, posibles. Admisibles.
Acaba el libro y se ha desprendido de tantas cosas que se permite diez microminirrelatos de miedo. Un momento liberador. En un mundo de pesadillas, qué podemos soñar que nos asuste. Diego Luis Sanromán ha recogido cosas por el camino y las ha hecho suyas, sacudidas en una coctelera con sus propios fantasmas. Para beber relamiéndose, mientras el tiempo, ahí fuera, pasa.
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