Relatos, de Deborah Eisenberg (Chai) Traducción de Federico Falco | por Óscar Brox

Meša Selimović | La fortaleza

Uno de los libros que más he releído en los últimos años es Vuelos separados, una colección de relatos de Andre Dubus. Volver a sus historias me recuerda la capacidad que tienen los escritores norteamericanos para apuntar la lente del microscopio hacia la fragilidad de la vida en esos entornos suburbiales, por lo general, anodinos. Habla de matrimonios rotos y affaires de ida y vuelta, pero lo hace con esa sensibilidad literaria a la hora de detectar lo humano en todo ello: la euforia, el deseo, las bajezas, la vergüenza… Pienso en Dubus al terminar de leer esta otra colección, la que escribe Deborah Eisenberg. Su América, en verdad, no es la misma. La de la autora arranca en los 80, época engañosa en la unos y otros, por diferentes motivos, vieron cómo se desinflaba el sueño cultivado décadas atrás. Lo digo porque uno entra en su mundo con algo así como el pie cambiado, preguntándose qué caray le sucede a las protagonistas. Y así, de buenas a primeras, lo que explica Eisenberg es que resulta difícil llevar a cabo eso que tantas veces se nos exige desde distintos frentes: cambiar de estilo. 

Los dos primeros relatos, los de producción más antigua, comparten una narración en primera persona que el resto de historias sacrifican. Quizá por ello resultan los más íntimos. También, los más escurridizos, porque Eisenberg no parece interesada en resolver rápido las situaciones; más bien, las mantiene en tensión, al precio de agobiar a sus criaturas con unas cuitas existenciales que no pueden -o no saben o no quieren, según se mire- colmar. En sus relatos hay sexo rápido, cualquiera diría que frío, hombres y mujeres equivocados, y esos microcosmos, un piso compartido o la casa de un viejo amante, que pasan de escenario a espacio, casi, mental. A un estado. Hay drogas, también, pero su autora trata cada tema con cierta distancia. Sin hedonismo ni, afortunadamente, autocompasión. La cuestión pasa por preguntarse si es realmente posible cambiar de estilo, de vida, saber cómo organizar ese rompecabezas cuando son tantos los años moviéndonos en una misma dirección. Y ante ese dilema, por así decirlo, Eisenberg opone la espera. El paréntesis. Tan largo que prácticamente desemboca abruptamente en el final del relato. 

Pensemos en esa mujer que cambia Estados Unidos por Canadá para estar con un hombre que pertenece a su pasado. O para volverlo a ver. O para tener sexo con él. Eisenberg no establece una jerarquía clara, solo deja constancia del impulso necesario para que esa acción tenga lugar. Ante esa euforia inicial, la autora opone la ausencia del hombre. Es época de fiestas. La mujer, por tanto, se queda sola en un escenario desconocido. Y lo hermoso es que esa pintoresquísima relación de personajes y situaciones no propicia, de por sí, lo que podríamos llamar una reflexión sobre la autoalienación de su protagonista. Creo que Eisenberg es consciente de ello, pero prefiere cuestionar a qué nos lleva eso: ¿sabemos distinguir entre nuestras elecciones vitales? ¿Son estos impulsos síntomas de la dificultad para organizar nuestra vida? Y si lo son, ¿realmente no dejamos de seguir con nuestras vidas, pese a todo? 

Ese es el punto: pese a todo. El regusto amargo que dejan sus relatos nos recuerda cómo nos trastabillamos ante cualquier dilema vital. Hagas lo que hagas, nunca colmas ese anhelo con el que comenzaste la historia. De ahí, quizá, que en esa amargura uno encuentre, asimismo, numerosos puntos de humor. De mosaico tragicómico. Porque Eisenberg nunca oculta que sus criaturas son ciertamente patéticas, pero lo que quizá admira de ellas es esa dosis de arrojo para enfrentarse a los envites de la vida. Su facilidad para mostrarse frágiles, caprichosos o incoherentes, para compartir una raya o un polvo fugaz, una conversación que no lleva a punto alguno o esa larga espera que, más que a una persona, nos remite al mismísimo porvenir. Y, por el camino, una colección fascinante de personajes, caricaturas y momentos entre la euforia vital y la flojera moral. 

De la colección destaco ese relato en el que una hija, con una vida demasiado atribulada para su edad -ahí diría que Eisenberg describe esa etapa en la que cultivamos hasta la saturación la necesidad de tener un estilo propio- se enfrente a la muerte inesperada de su madre. A la ausencia de un padre que, en verdad, continúa vivo. A las mentiras de un pasado. A un presente escrito con la mano floja. Y, quizá, a un futuro que está por organizar. Su estilo es, si cabe, más maduro que en las anteriores historias; Eisenberg trabaja cada detalle para cumplir con el efecto buscado: algo parecido a un desnortamiento, ese instante de consciencia en el que observamos cada fragmento de nuestra vida tirado sobre el suelo, como pedazos de recortes sin orden aparente. Y la ansiedad, el anhelo de algo mejor, si bien no sabemos el qué. Ni el cómo. Ni, desde luego, el cuándo. Decía que sus relatos son dignas radiografías de la América de la época: frágil, debilitada por la ofensiva neoliberal, que produjo tantos estragos en la economía como en la vida interior. Pero lo más sorprendente, lo más adictivo de su escritura, reside en esa habilidad para saber trasladar la euforia y la agitación de sus personajes a un texto que palpita entre dudas, angustias, deudas y dolores. Que es lo mismo que decir que siempre está vivo. Anhelante. Esperando a que el lector se sumerja en él para organizarlo y responder cada una de sus cuitas. Dicen que Deborah Eisenberg escribía poco: esta colección de relatos hace justicia a su austeridad y a su brillantez a la hora de transportarnos hasta el ojo del huracán del corazón humano.      


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