La amante de Wittgenstein, de David Markson (Sexto Piso) Traducción de Mariano Peyrou | por Gema Monlleó

David Markson | La amante de Wittgenstein

“Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo.”
Tractatus logicus-philosophicus, Ludwig Wittgenstein 

La amante de Wittgenstein es el primer libro que leo de David Markson (Albany, 1927 – Nueva York, 2010) y estoy segura de que no será el último. La fascinación que he sentido acompañando a Kate, la protagonista, por los recovecos de su mente, sus recuerdos, sus deseos, sus ensoñaciones, sus recreaciones del ayer me hace exclamar “Markson, quiero más”. Ajena totalmente a qué iba a encontrar en este libro, atraída por el título en el que el papá del Tractatus queda subordinado a “amante de”, desconocedora de la obra de Markson y virgen de prejuicios o apriorismos, naufrago con Kate en esta sucesión de pensamientos sutilmente hilvanados que conforman una biografía marcada por la desgracia, la soledad y la locura. 

Sólo hay una voz en el libro, la narración es un soliloquio sin principio ni final, una inacabable tela de araña por la que acompañamos a Kate, desde la que caemos con Kate, donde nos apiadamos de Kate, en la que el “todo sobre Kate” está tan poblado como El jardín de las delicias de El Bosco. De Kate sabemos que tuvo un marido, varios amantes y un hijo que ahora está muerto. Sabemos que era (¿es?) pintora, que vivió en los museos más importantes del mundo quemando marcos de cuadros para entrar en calor, cayendo de los andamios, cuidando gatos. Sabemos que vivió en el Soho, que ha recorrido el mundo entero y ha tenido accidentes de coche, que se ha deshecho varias veces de su equipaje y que la soledad la empuja de manera obsesiva a la precisión lingüística. 

La cultura de Kate es inagotable y su mente parece un secreter de cajones infinitos y abiertos con datos mezclándose una y otra vez. Kate menciona pintores (Renoir, Degas, Georgia O’Keeffe, Tolousse-Lautrec, Pablo Picasso, Jackson Pollock, El Greco, Francisco de Goya, Velázquez, Cézanne, Brunelleschi, Donatello, Leonardo da Vinci, Giotto, Andrea del Sart, Taddeo Gaddi, Tiziano, John Everett Millais, Bellini, Modigliani, Rubens, Vincent van Gogh, Jan Vermeer, Magritte…), escritores y filósofos (Rainer Maria Rilke, Spinoza, Gustave Flaubert, G.B. Shaw, Kierkegaard, Heidegger, Anna Ajmátova, Marina Tsvietáieva, Wittgenstein, Sor Juana Inés de la Cruz, Dostoievski, Esquilo, Sófocles, Eurípides, Aristóteles, Ralph Hodgson…), personajes de obras literarias ( Don Quijote, Aquiles, Helena, Clitemnestra, Electra, Rodion Románocich Raskólnikov, Anna Karenina, Dmitri Shostakóvich, Telémaco, Agamenón, Orestes…) y ficciona encuentros posibles entre ellos, capítulos desconocidos de sus vidas, un tsunami de momentos aquí vs allí y ahora vs entonces amparado por un solipsismo explícito que afirma y pone en cuestión lo afirmado. 

Si en el mundo no hubiese ya nadie capaz de conservar el acervo cultural de la humanidad siempre nos quedaría Kate. Kate que escribe a máquina en la playa. Kate con su arrollador torrente de palabras. Kate con el alud de “links” que la llevan de un tema a otro. Kate con sus experiencias, referencias y vehemencia. Kate vagabundeando por entre sus recuerdos. Kate y su desbordante circularidad especulativa y existencial. Kate y su voz tan crepuscular como pirómana, tan empírica como distorsionada, tan inquieta como fascinante, tan apocalíptica como visionaria. Kate con su mente fracturada que no sabemos cuándo ni por qué comenzó a descomponerse pero ante la que nuestra empatía se dispara.  Kate, la loca. Kate, la lúcida. 

Ante el arriesgado y experimental oficio de Markson me atrevo a proponerle un juego a Kate en el que me apropio de algunos de sus instantes para componer un poema-biográfico, un poema-retrato, un poema-elucubración, un poema-Je-me-souviens, un poema-Sostiene-Kate, una exhumación literaria en la que cada párrafo deviene verso, una ficción de la ficción en la que no añado nada, todo está en el libro y mi única aportación es este personal agitado y mezclado. 

Pasen y lean: 

“En el principio a veces yo dejaba mensajes en la calle.
Había pocas dudas sobre mi locura.
Vagaba a través de un vacío interminable. De vez en cuando, cuando no estaba loca, me volvía poética.
Únicamente hay un espejo, aquí, en esta casa, en esta playa.
Si una vive sola, tiende a preferir un sitio con vistas al agua.
Esta es mi segunda casa en la playa. La primera, la dejé reducida a cenizas. Todavía no estoy segura de cómo sucedió.
Durante la mayor parte de la noche, todo el cielo fue homérico.
El atardecer de ayer poseía cierta quietud, como si Piero della Francesca se hubiera encargado del color.
El atardecer de ayer fue un atardecer Vincent van Gogh, con un cierto toque de ansiedad en él.
Cuando Vincent van Gogh estaba loco, una vez trató de comerse sus pigmentos.
Leonardo también era zurdo. Y vegetariano. E hijo ilegítimo.
Creo que una vez leí Cumbres borrascosas, sin embargo, cosa que menciono porque lo único que soy capaz de recordar de ese libro es que la gente está constantemente mirando por la ventana, hacia dentro o hacia fuera. 
Tras un primer vistazo, una no esperaría que Cumbres borrascosas fuese un libro sobre ventanas, tampoco.
Lo cual me recuerda que ahora estoy convencida de que la frase que se me pasó por la cabeza ayer, o antes de ayer, sobre vagar a través de un vacío interminable, fue escrita por Friedrich Nietzsche.
Una vez, cuando Friedrich Nietzsche estaba loco, empezó a llorar porque alguien estaba pegándole a un caballo.
Quizá no haya mencionado que mi gato marrón rojizo se le subió al regazo a Willem de Kooning.
Quizá no haya mencionado que uno de los niños a quienes Brahms de vez en cuando daba caramelos bien pudo haber sido Ludwig Wittgenstein.
Wittgenstein también tocaba un instrumento, por cierto. 
Y heredó una buena suma de dinero, pero lo regaló todo.
Ahora que lo pienso, una vez leí en alguna parte que Ludwig Wittgenstein no había leído una palabra de Aristóteles.
Pobre Electra. Desear asesinar a la pobre madre de una.
Abraham Lincoln y Walt Whitman solían saludarse con la cabeza cuando caminaban por las calles de Washington D.C. durante la Guerra Mundial.
Los discípulos de Rembrandt solían pintar monedas de oro en el suelo de su estudio y las hacían parecer tan reales que Rembrandt se agachaba para recogerlas.
En cualquier caso, si Rembrandt hubiera tenido un gato, habría pasado junto a las monedas sin ni siquiera echarles un vistazo.
Buenos días, Cervantes. 
Buenos días tenga usted, Theotokópoulos.
Buenos días, Rembrandt. Buenos días tenga usted, Spinoza. 
Lamenté muchísimo enterarme de su insolvencia, Rembrandt. Lamenté muchísimo enterarme de su excomunión, Spinoza.
A veces pasan cosas así. Como en el caso de Guy de Maupassant, que ingería su comida todos los días en la Torre Eiffel.
No tengo ni idea de si Brahms viajó alguna vez a París cuando Jane Avril bailaba allí. 
De todos modos, por alguna razón me parece razonable pensar que Brahms tuvo un romance con Jane Avril.
Quizá Guy de Maupassant estuviera remando cuando Brahms viajó a París.
El gato que Pintoricchio puso en el cuadro de Penélope tejiendo podía ser gris, tengo la impresión.
Donde creí ver al gato fue en una de las arcadas del Coliseo, bastante alta.
Y después todas las mañanas, durante una semana, abría montones de latas y me dedicaba a colocarlas sobre los asientos de piedra. 
Tantas latas como romanos debía de haber contemplando a los cristianos, prácticamente.
El gato del Coliseo era marrón rojizo, por cierto.
El nombre que le puse al gato fue Nerón.
Seré sincera. En Roma, cuando creí ver al gato, estaba indudablemente loca.
El gato del Coliseo era naranja, por si no lo he señalado, y había perdido un ojo.
Simon tuvo un gato, una vez. Al que nunca logramos decidir qué nombre ponerle.
Gato, así era como lo llamábamos.
Ha habido veces en que me he arrepentido de no haber hecho nunca un retrato de Simon, sin embargo.
Una vez Turner se hizo atar al mástil de un barco durante varias horas, en medio de una tormenta terrible, para luego poder pintar.
Una vez, cuando le pidieron que enviara una muestra de su trabajo, lo que envió Giotto fue un círculo.
Bueno, la idea es que era un círculo perfecto. 
Y que Giotto lo había pintado a mano alzada.
Una de las cosas que la gente por lo general admiraba de Rubens, incluso aunque no siempre fueran conscientes de ello, era el hecho de que en sus cuadros todo el mundo está siempre tocando a todo el mundo.
Pobre James Joyce, que fue otra persona más que se metía debajo de los muebles cuando había truenos. 
Pobre Beethoven, que nunca aprendió a hacer multiplicaciones sencillas como las que hacen los niños.
El gato de Anna Karénina fue atropellado por un gato, si recuerdo bien.
Mientras tanto no tengo la menor idea de por qué los espejos retrovisores me recuerdan que notaba cierta depresión ayer.
Aunque una nunca parece deshacerse del equipaje que lleva en la cabeza, por otra parte.
Yo solía leer, en ciertos momentos, a lo largo de los años. Cuando estaba loca, sobre todo, leía mucho.
Cuando leía cada página, por las dos caras, la arrancaba del libro y la tiraba al fuego.
¿Y por qué se me ocurre ahora que me gustaría informar a Dylan Thomas de que ahora es posible arrodillarse y beber del Loira, del Po, o del Misisipi?
De hecho, he pensado en Magritte prácticamente con la misma frecuencia con la que me he planteado cierta clase de preguntas
Las formas no tienen religión.
Sin duda estas son perplejidades intrascendentes. De todos modos, las perplejidades intrascendentes han sido consideradas una y otra vez el estado de ánimo fundamental de la existencia, sospecha una.
O quizá solo sea el pasado, que siempre es más pequeño de lo que una habría creído.” 

Coda: No hay constancia de que Ludwig Wittgenstein tuviera una amante. 


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