Caja 19, de Claire-Louise Bennett (Malas Tierras) Traducción de Laura Wittner | por Óscar Brox

Claire-Louise Bennett | Caja 19

El comienzo de Caja 19 parece una lección de anatomía lectora: un puñado de páginas, nunca mejor dicho, para resumir la experiencia vital del libro. El papel, el volumen, el paso de una página a otra, la lectura, el orden y ese abismo de palabras que Bennett explica, casi, como si se tratase de un hechizo. La ansiedad y la voracidad por seguir las líneas, los párrafos, los capítulos. Otra vez, las palabras. La forma en que estas últimas organizan un mundo. Una realidad. Con eso basta. 

Bennett escribe un libro de primeras historias, de notas al margen y subrayados, de palabras garabateadas junto a otras palabras. Aquí termina la lectura y aquí comienza la escritura. O, mejor dicho, todo lo que es posible nombrar a través de la escritura. En su texto se entremezclan edades y vivencias, reflexiones literarias y un estilo que se mueve entre lo íntimo y lo visceral. ¿Cómo explicar esto último? Uno lee Caja 19 como diario. Pero el caso es que no encuentra un tono confesional, sino más bien un marasmo de pensamientos lanzados contra la página en blanco; pequeños trozos de vida, podríamos decir. Tanto da si se trata del tedio personal explicado desde la caja de un supermercado de barrio, la abulia propia de una generación vitalmente desubicada o el relato de una violación. El tono es incómodo, porque ni nos expulsa del texto ni tampoco nos acoge. Nos enseña ese margen desde el que su autora comienza a contar otras historias. A ensayar otras cosas. El texto es, cada vez más, un párrafo único en el que desaparecen las comas y se apelotonan las palabras; en el que lo que cuenta Bennett adquiere, prácticamente, la densidad de un verso metido a capón entre líneas y líneas de prosa. Y casi se podría decir que ese es el efecto buscado: una sensación de que lo que la autora describe nos zarandea, nos obliga a perseguir esa imagen clara en un paisaje borroso. Porque sus palabras garabatean historias, sentimientos, vivencias, pero tardan mucho en dotar a todo ese ambiente de una solidez.

No es extraño que una de las autoras que aparece mencionada en el libro sea Ann Quin, ejemplo de una escritura difícil de clasificar; demasiado vanguardista o demasiado incómoda para quien busca cualquier atajo para encontrar una historia. Nada más. Bennett se acerca a la infancia, a la adolescencia y la primera madurez desde unas claves estéticas parecidas: es significativo que prime la atmósfera por encima de la descripción. No en vano, ¿acaso tenemos las suficientes certezas a esa edad como para saber explicarnos a nosotros mismos? En su lugar, la autora propone una tentativa a base de palabras, bosquejos, anécdotas y lecturas mezcladas en la página, que fascinan, precisamente, porque no nos permiten reconstruir un tiempo pero sí, en cambio, unas emociones. Una sensación vital. Y es curioso cómo, a medida que avanza el libro notamos más esa especie de euforia vital, de escritura extenuada porque ha puesto todo de su parte para narrar eso que se siente ante diferentes episodios: la amistad que empieza y acaba; ese deambular entre una ciudad y otra, sin mucha convicción; el sexo que sabe a poco o que termina convertido en una violación. 

Bennett demuestra su habilidad a la hora de conjugar en su escritura lo que, aparentemente, podrían ser contrarios. Sabe ser personal sin por ello renunciar a esa intimidad que nunca hace totalmente accesible; sabe cómo contar historias, pero disfruta desdibujándolas porque no quiere concederle tanto poder a la ficción. En todo el libro se puede notar esa tensión, la de su autora preguntándose de qué manera se alinea lo que se vive con lo que se imagina, las vivencias con las posibilidades de la escritura. Cómo, en definitiva, contarse a sí misma desde diferentes ángulos. No resulta sorprendente, por cierto, que también aparezca citada Annie Ernaux. Pocas autoras como ella han hecho tanto énfasis por entender en qué consiste la escritura de la vida misma. Por eso, lo más justo para hablar de Caja 19 sería decir que es un libro de vida. De cómo crearla, sentirla o rodearla a través de las palabras. De cómo contagiar ese ambiente único, esa atmósfera íntima; a ratos, incluso, mareante. Enigmática. En definitiva, viva.  


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