Geai, de Christian Bobin (Pre-Textos) Traducción de Alicia Martínez | por Juan Jiménez García
Entre el preferiría no hacerlo de Bartleby y Albain, el protagonista de Geai, debe haber necesariamente una distancia e incluso un abismo insalvable. Ni tan siquiera sé muy bien como argumentar esto, más allá de una intuición. Pienso en la resistencia activa de Bartleby, dado que se opone a las precisas decisiones de los demás. Pero en Geai no es una cuestión de resistir, sino simplemente de ser. Estar contra ser. Enfrentarnos a ese mundo que nos rodea, nadar contra corriente, remontar una y otra vez agotadores ríos o intentar vivir en consecuencia con aquello que está en nuestro interior, al resguardo de miradas ajenas, de la exposición a los otros, del juicio de los demás. Aquello que difícilmente podemos describir, porque es una abstracción más, un algo que nos conecta con todas las cosas abstractas del mundo. Abstractas aunque tengan formas, porque se comunican con nosotros a través de la sensibilidad, de los sentidos. La belleza de las cosas, los afectos, las emociones o pasiones. Aquello que nos cuesta explicar. Y que nos cuesta porque no hay necesidad de ello y cualquier explicación nos suena a artificio. Como a mí ahora. (Yo, siempre yo, hasta el agotamiento)
(Este texto debería haber sido escrito entre dos, pero ella duerme, mientras yo, como siempre, vigilo, para que nada pueda ocurrirle) Me pregunto si todos en algún momento no hemos encontrado a alguien bajo una capa de hielo, a un fantasma, a una presencia de un mundo entre ese allá y este acá capaz de acompañarnos. Es probable que a menudo lo confundamos con nuestra conciencia, esa parte de nosotros con la que conversamos de aquello que somos incapaces de formular y que tal vez sea la depositaria de nuestros sueños de infancia. Como Geai. Albain no tarde en darse cuenta que Geai solo existe para él y que nadie más puede verla, como nadie más puede acceder a esos rincones y pliegues que nos conforman. En ella se recoge una de esas primeras derrotas que sufrimos, desde bien pequeños. Aquello que nos parece grandioso, aquello que nos conmueve hasta lo más profundo, no siempre es compartido ni comprendido por los demás. Y eso nos puede llevar a querer ser uno más o decidir ser uno mismo, con todas sus consecuencias de indiferencia, rareza e incluso locura. A veces, como en el caso de Albain, ni tan siquiera es una decisión, sino la ausencia de otras. Él no prefiere ser así: simplemente sigue el curso de su tiempo íntimo.
Vivimos rodeados de fantasmas y pensamos que estos son manifestaciones de muertes anteriores, pero no. Son esos habitantes de algo más profundo, algo que cada vez nos cuesta más encontrar, siempre más al fondo del baúl, escondido entre la quincallería de estos años tan ajenos a él: el misterio. El misterio no como algo que debe ser desvelado, sino vivido plenamente. Ese misterio que nos conecta con el mundo que nos rodea y con los demás, que vive de todo lo sucedido, de lo que vivieron otros antes que nosotros, a la vez que nosotros y más allá de nosotros. Que no siempre se manifiesta, pero está. Que no puede ser buscado conscientemente, pero que un día, en un momento indeterminado aparece, como un accidente, como ese accidente del que surgían los cuadros de Francis Bacon. El misterio como revelación de que hay otros mundos, de que están en este, de que están incluso dentro de nosotros y que, como Albain, debemos sacarlos de esa capa de hielo y pasear con ellos en bicicleta. Ese punto donde la mar se encuentra con el cielo y que Arthur Rimbaud llamaba eternidad.