Una mínima infelicitat (Mes Llibres) Traducción de Alba Dedeu | Una mínima infelicidad, de Carmen Verde (Tránsito) Traducción de Regina López Muñoz | por Gema Monlleó

Carmen Verde | Una mínima infelicitat,

“La loca: Soy una silla, una silla en la que no se sienta nunca nadie. No sé si está hecha de azulejos o de linóleo, o si está recién barnizada. ¿Quién me ha barnizado las manos?”
La loca de la puerta de al lado, Alda Merini 

Tengo debilidad literaria por las madres que no son como (dicen que) las madres deben ser. Madres para las que la maternidad es una extrañeza, madres incapaces, madres sufrientes por locas o madres locas por falta de sentimiento. En Una mínima infelicitat, la primera novela de Carmen Verde (Santa Maria Capua Vetere, 1968) hay una madre, una hija, un padre, una criada, una ciudad pequeña y una abuela muerta, pero es ella, la madre, la bella Sofia Vivier, la gélida Sofia Vivier, la infeliz Sofia Vivier, la que se erige en la protagonista que eclipsa al resto desde la voz de su hija Annetta, la narradora. 

La infelicidad a la que alude el título es plural y no es mínima. Verde nos da una pista falsa con la que nos asomamos a una historia fragmentaria en la que, desde la hija y con la hija, asistimos a todas las infelicidades que crecen en el interior de la casa familiar. Desconocemos qué empujó a Sofia a casarse con el burgués e insulso comerciante de tejidos que tiene por marido (¿quizás el deseo de escapar de la locura que periódicamente se apoderaba de su madre Adelina?, ¿quizás la huida de una opresiva infelicidad familiar?), pero cuando sabemos de ella el amor, si lo hubo, se ha extinguido; la pasión, si la hubo, se ha sofocado; el deseo, si lo hubo, se ha aplacado también. Sofia parece levitar en una cárcel dorada (“durant anys, la mare va viure furtivament a casa seva”) que llena de objetos caros y bellos (“estimava aquells objectes pel mateix motiu que després la va empènyer a estimar l’alcohol. L’atordien.”) mientras Annetta observa sus lágrimas furtivas desde la incomprensión y la admiración infantil (“la mare no em mirava mai, però la seva indiferència només servia per fer créixer el meu amor ja desmesurat”) 

Sofia Vivier es frágil, insegura, aparentemente dócil, amable, sumisa, débil, torturada, majestuosa, vulnerable, herida, oscila entre la indiferencia y la indolencia como escudo protector, y se mantiene siempre bella, también en su tránsito al envejecimiento (“es trobava al moment més gloriós del dia, aquell en què la seva bellesa, que ja no era tan fresca com abans, es beneficiava de la penombra del vespre”). A Sofia, con sus carencias a cuestas, le resulta imposible cuidar de manera emocionalmente sana a una Annetta siempre más pequeña en altura que la media (“nosaltres, els menuts, sempre hem d’integrar, amb el pensament, allò concret que manca al nostre cos”), rechazada por sus compañeras de colegio primero por su pequeñez y después por ser “hija de”. Una niña que lee compulsivamente Wakefield (Nathaniel Hawthorne) y Bartleby, el escribiente (Herman Melville), ¿el positivo y el negativo de su misma historia: la hija que observa y la madre que preferiría no serlo? 

Sofia, en su infeliz deambular vital, encadena amantes en los que el único reflejo que obtiene es el de su propia soledad (“l’amor era el seu pensament més obstinat, la ferida més fonda que tenia i que no s’havia curat mai”). Y encadenar amantes en una pequeña ciudad de provincias es bordarse la letra escarlata en cada vestido, por elegante que este sea. No sabría decir si Sofia está vitalmente insatisfecha porque creo que nunca optó a la satisfacción, al goce, al delirio (al delirio bueno, al otro, al delirio melancólico-depresivo, se ofrece como una virgen en un sacrificio: “igual que jo, la Sofia Vivier se sotmetia a la voluntat dels altres. Com més l’enfonsava la vida, més plegava ella els genolls febles, estremint-se d’un plaer fosc i inconfés, amb l’absoluta certesa de merèixer tots els càstigs”). Veo a Sofia Vivier como a la Ingrid Bergman de Europa 51 (Roberto Rossellini, 1952), igual de hermosa y doliente, aquella por la muerte de su hijo, ésta por una vida perdida, ambas asomadas permanentemente al abismo de la depresión y la locura, ambas con una inquietante querencia por el extrarradio, como si en los márgenes de la ciudad pudiesen encontrar la paz que su vida burguesa no les ofrece. 

Destacan en la novela las forénsicas descripciones que Annetta hace de las fotos familiares (“en aquesta tinc un aire trist. Ser feliços no és indispensable”), con las que vagamos por el interior de una casa que va mutando, que no es sólo contenedora sino personaje activo en su belleza inicial y en su decrepitud final, que comienza a perder su brillo cuando Clara, la criada, cual siniestra ama de llaves de Manderley, rompe y roba los objetos bellos y convierte en un esqueleto famélico. Una casa que es el retrato último de Sofia Vivier, su museo in presentia y absentia, la epifanía solemne de una existencia. 

Hay en Una mínima infelicitat el depresivo desasosiego de Las caras (Tove Ditlevsen), el deseo fatal de agradar de Un hijo (Gina Berrault), la propensión al desequilibrio de Alda Merini, la demanda frustrada de amor filial de Diré que m’ho he inventat (Marine Martin Domine), el determinismo de los males oscuros de Teresa Wilms Montt… Y es que son muchas las voces femeninas que resuenan en mi mente durante la lectura del naufragio de las protagonistas (el peso lo llevan ellas) en sus propios mares de melancolía, tristeza, abulia, mezquindad, egoísmo, demencia, alienación e incomprensión.  

Historia de pérdidas, las tangibles y las de las expectativas no satisfechas, las materiales y las adheridas a la piel como estigmas, las de la vejez y las de la razón (“L’ànima només troba pau als llocs que coneix”). Novela de aceptación de una “maldición” familiar (a ratos depresión, a ratos locura, a ratos bilis negra) que desubica, impide encajar en el mundo como un remolino de matrioshkas que se exceden y no se contienen, y que provoca tantas infelicidades únicas como personajes hay en esta historia: “La infelicitat és irracional. Hi ha qui en pateix els efectes des del naixement i qui, compensant la manca de predisposició natural, passa tant de temps contemplant-la en la seva mare que arriba a sentir-ne les punxes a la pròpia pell” 


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