Quienes me habitan, de Carlos Vaquerizo (Isla de siltolá) | por Héctor Tarancón Royo

Carlos Vaquerizo | Quienes me habitan

¿Dónde se encuentra el lugar del poeta? ¿Cuál es, o cuál debería ser, su posición ante el paso del tiempo? ¿Puede la realidad fundirse en ese carácter efímero con la ensoñación? Carlos Vaquerizo publica, después de Consumación de lo eterno en Ediciones en Huida, su segundo poemario este año con Quienes me habitan, en la Isla de Siltolá, obra que profundiza en la índole temporal del hombre desde una poesía sencilla, directa, despojada de los artificios y los rodeos lingüísticos que abundan en la poesía joven española actual: «El tópico sentencia. Por eso se repite. / Pasamos como el tiempo, errantes, fugitivos, / pero tan sólo él vuelve para ser en los otros / y borrar los resquicios que alberga la memoria, / resquicios, recovecos, donde un son nos alumbra / con una luz incierta que se niega / a sucumbir al tiempo y convertirse / en oscuro vestigio del pasado» (p. 13).

Desde la primera parte, “Preludios”, que funciona a modo de predicción, de visión futura, hasta “Travesía de hospital”, el lector asiste a la fusión de dos realidades, a la constatación de un plano absoluto de la existencia. Si, decíamos antes, la poesía aparece despojada de cualquier tipo de artificio o palabra sobrante, que recuerda mucho a la corriente poética mística del Siglo de Oro, los conceptos resurgen en los versos diáfanos, terribles a su manera, inevitables: «En una vida están todas las vidas. / El todo es un fragmento de fragmentos. / Y tú, lector, y yo somos un número / perdido en la excelencia de la nada» (p. 27). Visión que, fundamental en la poesía contemporánea de las últimas décadas, comparte con autores como Chantal Maillard: «Podríamos jugar a hacer metáforas, / al fin y al cabo es por analogía / que aprendemos el mundo y sus causas. / Podríamos disponer en versos las palabras, / como antiguamente, para / poderlas recordar, recordar lo importante. / Pero ha pasado el tiempo, / ya nada es importante, sólo el aire, / tres sílabas apenas, en la página (Hilos, p. 139).

De esta manera, junto al tono mítico y bíblico, la poesía de Vaquerizo celebra, a la vez que analiza, la misma existencia, los elementos que se han ido superponiendo a lo largo de su vida: «Todo va desplazándose. Las piezas / deben superponerse para ser. / La existencia requiere su lugar» (p. 11). Y es ahí, en todo caso, donde reside uno de los grandes aciertos de Quienes me habitan: moldear con maestría experiencias autobiográficas en poemas distanciados, universales, válidos y sugerentes para cualquier tipo de lector. En numerosas ocasiones lo personal, motor de la poesía, deviene en hermetismo, en egos, pero no es el caso, como venimos diciendo, de esta poesía más bien abstracta, suspendida, paradójicamente, en el tiempo, como sucede en el último poema, “Epílogo”: «Ya todo es un remedo de la muerte. / Siempre lo fue. Y espero su venida. / La vida es una sombra de otra vida. / La muerte niega ser su propia muerte. / El tiempo siembra luz sobre lo inerte. / La rosa es una eterna despedida. / Cada segundo abisma más la herida / que a cada uno repartió la suerte. / Espero repetir el mismo verso. / Volver a mis amores, a la hoguera / que aplaca la iracundia de la duda. / Esperaré tendido bajo el torso / techo de luz de henchida primavera / a que del mundo el tiempo me sacuda» (p. 63).

Y así la suspensión permite, en un último movimiento, un estado de oración dirigido hacia el futuro, una conmemoración de todo aquello que ha sucedido y que, por ende, está por suceder tanto en lo personal («Portas la luz, el nombre de la madre. / Antes de ser, nosotros te nombramos: / “¡Amalia, Amalia, Amalia!”», p. 51), como en lo relacional y el estado del mundo poético actual («Releí a los más grandes: Rilke, Leopardi, Whitman…, / amaneré mi estilo para lograr los suyos, / habité las ciudades que en sus pechos crecieron, / engalané sus tumbas, devoré las lecturas / que con fruición amaron, / adoré a sus amores humanos, fetichistas, / encontré en los espejos sus rostros acechantes, / sufrí persecución por mi ego y sus egos, / no gané ningún premio, me fui yendo de mi / hacia el mar de las sombras de todas mis lecturas», p. 23).

En última instancia, la poesía de Vaquerizo coge del fondo del Vacío los elementos fundamentales de la existencia del ser humano y los moldea hasta dar cuenta, como nuestra propia visión universal, de la mezcla e incoherencia de una alegría desmedida, fruto de una experiencia y un lenguaje esperanzador y, por otro lado, de una sombra muy alargada producida por la intensa luz, de una amargura siempre presente, al fondo de nuestra realidad, que vuelve tras las ensoñaciones con más preguntas, misterios y, como muestra tanto esta obra como el siguiente poema de Daniel Zagajewski, de una vida siempre a medias, en duelo, esperando a renacer: «Y con todo, seguimos viviendo, tranquilamente, / con humildad, con las maletas siempre a punto, / en salas de espera, en aviones, en trenes, // y a ciegas buscamos tenaces la imagen / y forma definitiva de las cosas, / entre inexplicables arrebatos / de muda desesperación, // como si tuviésemos un vago recuerdo / de algo que no podemos recordar, / como si esta ciudad sumergida viajara con nosotros / persistiendo en sus preguntas, // nunca satisfecha con las respuestas, / exigente, perfecta a su manera.» (Antenas, pp. 77-78).

VIII

Lo que no proyectamos, lo que fluye
hacia nuestro interior, lo que sucede
sin ofrecer su rostro,
por los poros del sueño se trasmina.
Sueño execrado gota a gota, lanza
onírica que crece en duermevela,
ignorada verdad que regurgita
incógnitas que ignoran su existir.
Oscura raíz del mundo donde siempre reside
una falta, un pecado que no debe mostrarse.

 

[…]

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