Noticia de última hora: este libro es un montón de patrañas.
En un paisaje editorial de artefactos antiguos vestidos con collar de blonda nuevo, como esos maniquíes de comunión para familias que nunca van a misa, encontrarse un libro mentiroso de cabo a rabo es, en realidad, una enorme recompensa. No habrá en él interés por defender una postura incuestionable, ni sostendrá el peso de una promesa de autor que ha sabido retratar el presente del mundo, conquistando a la crítica y la academia. A un libro mentiroso nada le importa, y por esa razón será mucho más libre que otros conscientes de su lengua y del rigor que debe emanar de ella.
Se dice que Kaspar Schwarz existió, pero se aportan pruebas en contra de esta suposición y sorprende que así sea, que se pueda cuestionar la realidad de Kaspar Schwarz o de cualquier otro personaje (o persona). ¿Acaso no disponemos de su voz, de sus retratos, de un hilo biográfico lógico y repleto de inevitables altibajos? Poco importa que el testimonio sea el de un biógrafo/narrador poco fiable, que las fotografías y las cartas manuscritas parezcan amañadas, o que un editor amable haya querido agregar importancia a la vida de otro don nadie. Ninguno de estos argumentos justifica que Kaspar Schwarz nunca existiera. Carles Pradas lo ideó, lo escuchó (o se hizo escuchar ante él), se lo llevó consigo para atravesar llanuras y trincheras y revisar todo lo que es cierto y dudoso, por típico o por tópico, en el proceso de creación literaria. Ajeno a las tendencias que ilustran las fajas de los libros del momento, Kaspar Schwarz (o Carles Pradas, disculpen) se aferra al macuto y marcha a perseguir la nostalgia, como hiciera Andrew Sean Greer con Las confesiones de Max Tivoli (2003).
Todos estos bribones ficticios que aprendieron a jugársela a las normas vitales saben que lo más difícil es el hechizo circense que el lector desea, al mismo tiempo, desdeñar y creerse. Y Kaspar Schwarz atraviesa un oleaje increíble, donde no hay asiento para el tedio: la novela costumbrista y sentimental sobre el primer amor, las sucias descripciones de una gran guerra, los vaivenes de unos capítulos de pillaje e insatisfacción en alguna capital de luces brillantes, la frente templada por un poco de espiritismo. El problema es que todo es mentira, porque Kaspar no es un muchacho, sino una broma, un gato humanoide vestido de escolar, caballero o astronauta, enmarcado por reflexiones muy serias. Pero todo el aparato es muy cierto, bellamente editado por un sello capaz de tomarse la ficción tan a pecho que hasta fotografía su contraportada mediante el colodión húmedo y mezcla la maquetación periodística con las listas de Spotify y el contenido poético. La letra de imprenta negra y los fragmentos de tinta esmeralda, que huelen a viejas copias de La historia interminable (Michael Ende, 1979). El episodio del relojero o el sueño de los jabalíes son prueba suficiente a favor de la credibilidad de Kaspar Schwarz y de ese oficio que, entre fantasear y reinventarse a uno mismo, no impone gran diferencia.
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