Una bruja, de August Strindberg (Hermida) Traducción de Elda García-Posada | por Almudena Muñoz
«Cuando nací, el nombre para lo que yo era aún no existía», dice la hechicera Circe en su historia novelada por Madeleine Miller, cuando el mundo era demasiado joven para saber todo lo que se podía pergeñar en él —mezclando hierbas, recolectando flores—, y cuando aún no se había puesto nombre a los males que acabarían necesitando conjuros y remedios. En una tierra de dioses y mortales, las brujas todavía no existen, y sólo los hechiceros, intentando adivinar el futuro, asoman la cabeza. ¿Qué sucede cuando la mujer intenta leer también qué pasará más adelante y tomar riendas de los acontecimientos que los dioses dictan y los mortales tragan?
No está claro el origen exacto de la etimología de la bruja, o la meiga, witch o esta häxa sueca. Es fácil imaginar a August Strindberg de niño, en camisola blanca, asomándose a la ventana durante una noche de Midsommar e imaginando siluetas de brujas en el cielo. La mente paranoica del escritor crece para temer y acusar cosas más corrientes, como la diferencia de clases o las infidelidades matrimoniales. Pero, al final, les inventemos los nombres que prefiramos, las sombras son las mismas.
Se dice de Una bruja (1890) que, entre otras obras, sirvió como catarsis al dramaturgo durante el divorcio de su primera esposa, Siri von Essen. Sabiendo pocos datos, también es tentador visualizar a Strindberg adulto, en camisola blanca, mesándose el bigote y manchándolo de tinta al intentar transcribir la tragedia de una mujer que comete adulterio. Lo curioso es que leyendo Una bruja la sensación de condena hacia la acusada no termina de aparecer, y en realidad la situación de Strindberg se parece mucho más a la de Tekla Clement, esta bruja de provincias sueca, que la de Siri von Essen. Tekla consigue ascender en la escala social sueca mediante el matrimonio y recibe un trato condescendiente por pretender mezclarse con el círculo aristocrático —Strindberg era de clase baja, y Siri, de familia noble—. Tekla nunca cae realmente en las malas artes: su brujería responde a un supuesto poder para hilvanar sucesos, conseguir metas soñadas, encuentros afortunados y resultados de una buena estrella. Como un escritor de obras de teatro, Tekla tan sólo cree tener cierto poder por haber limitado los acontecimientos a un escenario.
¿Pretendía Strindberg condenar a su futura ex mujer o entender sus sospechas de adulterio? ¿Tal vez transformar una experiencia horrible en una lección magistral de forma y moraleja? ¿Sacarle el jugo mágico al hongo corriente? A pesar de su famosa misoginia, Strindberg consigue aportar cierta hondura a la protagonista femenina y narrar su clásico desencanto de la clase media como un delirio, entre hechos exagerados y delirantes que sólo pueden entenderse en el contexto casi medieval del siglo XVII en que se ambienta la historia. Más allá de eso, Strindberg sólo desea cerrar capítulo —ya que se casaría dos veces más— y dejar la interpretación en manos de otros inquisidores (o lectores modernos). Pues, como dice, el juicio de Tekla no corresponde a Dios (o al dramaturgo), sino al futuro.