Filosofía de la caducidad, de Antonio Valdecantos (Plaza y Valdés) | por Juan Francisco Gordo López
Que nos encontramos en una época donde la velocidad de escape sencillamente ha rebasado todos los límites alcanzados por el conocimiento es algo que ya aventuraban pensadores como Mark Dery. La inmediatez de la demanda de unos bienes de consumo cada vez más chirriantes con el tiempo de su durabilidad ha logrado que nos situemos ante una realidad tan líquida que casi ya no queda por filosofar más al respecto.
Casi. El pensamiento se adecua a la necesidad de su ejercicio según los tiempos de que disponga, aun a pesar de que estos mismos sean tan efímeros como la posible perduración de las teorías emergentes. Si Bauman, Zizek o Sloterdijk aún tienen vigencia suficiente, bien es verdad que la fecha de caducidad de lo que han expuesto hasta ahora va tocando a su fin.
En Plaza y Valdés han apostado por la nueva obra del profesor Antonio Valdecantos, Filosofía de la caducidad, en un acertado intento por no anquilosar el pensamiento filosófico a la hecatombe y el desastre informático, traducido en nuestros días en la rapidez del uso/desuso de los bienes de cualquier tipo, ya sean de consumo, culturales o incluso morales. Porque, efectivamente, la caducidad se aplica, como bien sabemos a estas alturas, incluso a los entes fantasmales, los objetos especulativos y aun a los propios conceptos como cifras o valores. No obstante, pensar la caducidad no es tarea sencilla y Valdecantos nos lleva de la mano desde la descomposición del tiempo geográfico a través de toda la tardomodernidad y el pensamiento más actualizado.
Hay un vago resquicio que permite un lento discurrir más allá de la condición de «cuidado» heideggeriana o tras las teorías estéticas diferenciadas de Kant y Benjamin, en el que la asimilación del tiempo se abre más allá del mero espacio fenomenológico y se intuye como experiencia.
¿Qué significa todo esto, ya que en filosofía somos tan oscurantistas? Que los males se van asimilando poco a poco como bienes y el propio consumo dispone de sí mismo para adjudicar un tiempo inmanente a los seres que es parte del propio discurrir histórico. ¿Qué sucede con lo caduco? ¿Qué hay del tiempo que juega en nuestra contra? Que es adaptado a la velocidad que nosotros mismos imprimimos al acto vital y que amoldarse a las necesidades nos es esencialmente constitutivo.
En el devenir histórico, la caducidad nos acompaña siempre, y si la velocidad aumenta, lo hace siempre respecto a otro tiempo comparado. Pero esa caducidad transcurre exactamente a la misma velocidad a la que nos manejamos nosotros con el tiempo que tenemos por delante. Parafraseando al profesor Valdecantos, «la historia debe, en efecto, seguir a la geografía […], aunque se equivoque de sitio y de extensión y no haga justicia a todos los testimonios fehacientemente allegados».
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