En Taormina en invierno, de Antonello Carbone (Yulca) Traducción de Roselina Salemi | por Óscar Brox
Leonardo Sciascia pulsó a lo largo de su obra ese sentimiento de tiempo estancado que dominaba al paisaje siciliano. Ante las revoluciones sociales que convulsionaron la Italia de los años del boom y el plomo, las pequeñas comunidades alrededor de Palermo se contentaban con introducir una serie de ligerísimas variaciones que en nada afectaban a su organización territorial. La mafia actuaba con la misma impunidad, empeñada en laminar cualquier intento de denuncia. Las dinastías familiares arraigadas en el terruño desde comienzos del siglo XIX controlaban los poderes fácticos de la zona. En esas circunstancias, toda llamada a la disidencia, a la lucha y al desenmascaramiento, precipitaba la caída en una tela de araña de la que nunca se podía escapar. Que no solo acababa con la verdad, cada vez más vulnerable, sino que también se cobraba la vida.
Antonello Carbone describe a Taormina como una ciudad de silencios y misterios, en la que la verdad es ese murmullo que corre de boca en boca. Una confidencia, un mensaje en código por si resulta necesario cubrirse las espaldas. Un dedo que apunta la dirección pero deja a la conciencia del investigador seguir su trayectoria. Por miedo o por indolencia. Porque son demasiadas décadas sometidos al control de una casta que ha sabido acomodarse en el poder a través de los más bajos instintos. Como en las novelas de Sciascia, En Taormina en invierno narra una historia sencilla: una muerte que en realidad es un crimen. El asesinato de la hija de una de las familias más reputadas de Sicilia. Basta con recabar un chivatazo, echar un vistazo a las pruebas periciales o conocer el contexto para estar al tanto. Y, sin embargo, hay una fuerza que pone todo de su parte para evitar que esa sencilla conexión causal tenga lugar. Porque la razón no siempre se da la mano con la lógica.
Giacomo Cassisi es un periodista ya veterano, lo suficientemente escarmentado de la vida como para dejarse llevar por la faceta hedonista de Sicilia. Como el Montale de las novelas de Izzo, Cassisi tiene sus rutinas (café, periódico, buena comida y mujeres que entran y salen de su vida) y su integridad; sabe cómo equilibrar la balanza entre su melancolía y su carácter expeditivo. Carbone ve en él ese reducto de libertad al que la prensa, con sus alianzas corporativas, está empezando a renunciar: el investigador, el hombre justo, el último para el que la verdad es, aún hoy, un compromiso que debe protegerse. Porque se trata del único elemento que frena la impunidad de los mafiosos y de los potentados, que denuncia sus artimañas y saca a la luz las tramas ocultas. Sin embargo, la Taormina que pinta su autor es una ciudad de bajos impulsos, contemporánea a su pesar. Si no fuese por la cantidad de recursos electrónicos que han ayudado a aligerar las cargas diarias, las personas guardarían la misma idiosincrasia, el mismo sentimiento de clan, que a principios de siglo.
El asesinato de Efre Vazzini, la heredera del imperio siciliano, descubre esa red de bajos instintos que se esparce entre los diferentes estratos de Taormina; salpica al boticario y al periodista; implica a los espíritus más sensibles y a las mentalidades pragmáticas; se expresa desde el más ardiente deseo y la más celosa privacidad. Todos esconden algún secreto, más grande o más pequeño, y son sus silencios incómodos los que revelan hasta qué punto la muerte de la heredera está tan arraigada a la idiosincrasia del lugar como el vino destilado con almendras amargas. Sacar a la luz esa historia de violencia, de sexo y de bajas pasiones es como radiografiar el temperamento de una ciudad anclada en el tiempo, en el poder que se ejerce de manera vertical y en las redes clientelares que urde. De ahí que, más que descubrir la verdad, al asesino de Vazzini, el protagonista de En Taormina en invierno se preocupe por ajustarse a la verdad; por decirse a sí mismo que no pertenece a esa feria de personajes corrompidos que han hecho del paraíso una tela de araña para sus conspiraciones. Consciente de que hay secretos que nunca se pueden revelar, porque siempre habrá una fuerza que se encargará de mantenerlos ocultos, Cassisi solo quiere resolver ese misterio para atemperar su mala conciencia. Para recordarse que todavía queda en él la pizca de dignidad que le separa de un pueblo de demonios. De todas esas figuras femeninas que, seductoras, intentan apelar a lo más vulnerable para comprar su silencio. Su indolencia. Su fracaso.
Carbone, como su personaje, es periodista. Y su profesión resulta una clave para entender la investigación criminal de la trama, toda vez que la preocupación de ambos parece ser escribir sobre ello. Desde ese pensamiento que se aferra a la creencia de que, tal vez, esas pocas palabras sirvan para levantar el velo del misterio. Para resolver el crimen que todo el mundo sabe quién ha cometido y por qué. Para penetrar en la coraza de esa Sicilia congelada en el tiempo, dominada por el tráfico de influencias y la violencia. Para mostrarnos que, en ocasiones, la historia más simple es también la más compleja. Por eso, Cassisi fracasa como fracasaban tantos personajes de Leonardo Sciascia. Lo sabe todo, ha atado todos los cabos, pero aún así nada cambia. Nada, excepto la verdad, esa víctima siempre vulnerable. Siempre acechada. Esa verdad que, como un murmullo o un dedo que apunta en la dirección correcta, escribe Carbone en las páginas de En Taormina en invierno. Con la esperanza, quién sabe, de que quizá nosotros sí consigamos sacarla a la luz. A pesar de todo.