Un año ajetreado, de Anne Wiazemsky (Anagrama) | por Óscar Brox
En las páginas de La joven, mezcla de diario personal y novela de juventud, se fraguaba el primer momento de rebelión interior en la vida de Anne Wiazemsky. Capturada por el influjo que Robert Bresson ejercía sobre su personaje en Al azar Balthazar, la joven Anne notaba cómo por dentro crecía una visión del mundo cada vez más alejada de ese ambiente familiar gobernado por la tierna, también severa, figura de su abuelo, François Mauriac. A medio camino entre las notas de rodaje y el retrato de la compleja personalidad de Bresson, Wiazemsky dedicaba un pasaje de su libro a la visita que Jean-Luc Godard hizo al rodaje del filme. Embelesado por el talento de su director -que en privado lo repudiaba, consciente de la distancia estética que mediaba entre ambos-, la presencia de Godard no parecía más que un apunte marginal en el transcurso del relato. Sin embargo, aquel breve contacto sería la espita que arrancaría, en 1966, el año ajetreado de Anne Wiazemsky.
Como en su anterior novela biográfica, Un año ajetreado goza de la prosa clara y precisa en detalles que Wiazemsky derrama sobre cada página. Mientras la revolución estudiantil comienza a larvarse en el campus universitario de Nanterre -donde, como una figura secundaria, nos encontramos con Daniel Cohn-Bendit-, la vida de Anne da un nuevo salto que la aleja de los años de colegio para sumergirla, sin red de seguridad, en la madurez. En un clima cultural terriblemente fértil, la joven Anne regresa del rodaje con Bresson enamorada de unas imágenes, de las imágenes del cine de Godard, que en un arrebato la conducirán a escribir una carta entre el amor y la admiración. En ese momento, Godard ha dinamitado el cine con Pierrot le Fou y comienza a olvidar a Anna Karina en los fotogramas de sus películas. Una nueva época está a punto de empezar.
Wiazemsky parece escribir sus memorias de una manera casi musical, al galope, como si nos las contase mientras paseamos durante una mañana soleada. Más que un diario, se trata de una partitura a la caza de instrumentos que la interpreten. En eso se parece a Godard, donde las imágenes -desgajadas de la narración, de la historia que cuentan- parten en busca de sentimientos que las interpreten. Cada episodio, cada recuerdo, parece un movimiento lanzado en diferentes direcciones: unas vacaciones en la compañía de su amiga Nathalie, un paseo por el Bois de Boulogne, los besos robados en una pensión en la que Anne y Jean-Luc esconden su amor. La prosa de Wiazemsky consigue que apenas unos meses se transformen en una experiencia acumulada de años. En esos recuerdos breves, delicados y gráciles, Godard queda reflejado como una combinación de elementos: preceptor, un maestro en la sombra que nutre a Anne con películas, libros y citas en abundancia; amante sincero, casi posesivo, niño grande que parece esconder la mayor de las soledades; cineasta cada vez más consolidado dentro de la elite cultural francesa. A diferencia de Bresson, Godard es el equivalente a un puñetazo directo a la mandíbula, pura frontalidad que se manifiesta en todo su esplendor en la vida de Anne.
A medida que pasan los meses, el año ajetreado cambia de género: de la comedia de espías, donde los dos amantes deben huir de los focos y de la familia para consumar su relación, al matrimonio. Como con Karina, Godard toma prestadas frases y palabras de la realidad para construir sus ficciones. De alguna manera es lo más cercano a una declaración de amor hacia Anne, al unir vida y trabajo en un mismo cuerpo. Fruto de ese amor será el rodaje casero de La chinoise, los planes para visitar China y las películas, las que filmará y las que imaginará, que Godard pensará para Anne. Mientras tanto, Anne vivirá un romance interrumpido con la filosofía en la universidad de Nanterre, encontrará en Francis Jeanson -lo más parecido a un padre postizo- a su confidente y entrará de lleno en la madurez, sin vuelta atrás.
Lejos de la euforia juvenil, Un año ajetreado tiene también su parte oscura. Si en La joven Wiazemsky dibujaba el lado mefistofélico, acaparador, de Bresson, aquí no rehuye mostrar los síntomas de la enfermedad de Godard: esa dependencia brutal, casi infantil, que provocará en Anne un agotamiento casi histérico mientras intenta seguir a la misma velocidad la pasión desbocada de Jean-Luc. Aun así, el recorrido que su autora lleva a cabo de los años 1966 y 67 es puro éxtasis, la celebración de la felicidad y el hallazgo de una nueva vida que explota en el interior de Anne. Una vida que la dirige de un lado para otro, entre cenas, rodajes, festivales y nuevas amistades, como en un carrusel que no parece detenerse. La expresión de una alegría sin adulterar que Wiazemsky describe con todo detalle.
Para el lector español, Anne Wiazemsky no debería ser una desconocida, puesto que parte de su obra ha sido traducida en los últimos años. De entre lo que queda pendiente se encuentra Hymnes à l’amour -de la que Jean-Paul Civeyrac hizo una hermosa película. A cambio podemos disfrutar de este díptico biográfico cuyo segundo episodio ha publicado en una espléndida edición Anagrama. Quizá, al terminar su lectura, el lector sienta la tentación de evocar las últimas palabras de la Zazie de la novela de Raymond Queneau. Al acabar la lectura de Un año ajetreado, nos queda la sensación de que, tras el torrente de alegría, Anne se ha hecho un poco más vieja. Toda esa felicidad se ha evaporado dejando una estela, en forma de recuerdo de una de las épocas de mayor efervescencia vital de nuestra cultura reciente.
¡Bravo Óscar!