Antes de que llegue el olvido, de Ana Rodríguez Fischer (Siruela) | por Gema Monlleó
“Y el verso desarmado
tiene por blanco nuestro corazón”
A Anna Ajmátova. Marina Tvsvietáieva
La primera vez que supe de Anna Ajmátova no fue leyendo sus versos, sino leyendo sobre ella, sobre su vida. La primera vez que supe de Marina Tvsvietáieva tampoco fue a través de sus versos sino de su prosa (ese librito-tesoro que es Mi Pushkin -Acantilado, 2009-). Después comencé a leerlas, a leer sus poemas, a adentrarme en sus poemarios y a llevar versos y vidas a un punto de convergencia en el que mi mirada abarcaba el todo que sabía de su(s) mundo(s).
Ajmátova y Tvsvietáieva admiraban la poesía de la otra y, pese a frecuentar los mismos círculos, no se conocieron hasta 1941 cuando pasaron dos tardes juntas en Moscú. Es a partir de este encuentro y de la fascinación no sólo por su obra sino también por su vida que Ana Rodríguez Fischer (Vegadeo, 1957) escribe Antes de que llegue el olvido (Premio de Novela Café Gijón, 2023) la desgarradora carta-ficción que Ajmátova le escribe a Tvsvietáieva al saber de su suicidio (“Y pensé que, al igual que sucede con los ríos, la época implacable que nos tocó vivir había desviado nuestro curso cambiándonos el rumbo, que discurría ya por otros cauces, lejos de las orillas”).
La carta es un largo soliloquio en el que, desde el amor, la empatía, la añoranza y, en ocasiones, también la casi ira, rememora las vidas pasadas de ambas, sus infelices matrimonios, la infancia, la pasión por la poesía, los amantes y los amigos, las guerras y la revolución, el terror y la pobreza, el exilio y la muerte. “¿Pero dónde buscar a Marina, ya sin sombra y sin eco?”: Ajmátova, la Ajmátova de Rodríguez Fischer escribe también desde la orfandad y la impotencia, desde la incapacidad por haber evitado un suicidio con el que la Tvsvietáieva más desesperada había amenazado, pobre, repudiada, con su marido y su hija encarcelados, sin trabajo, con una conflictiva relación con su hijo adolescente, y presa de una poesía que se le revelaba inútil para la vida (“Y a mí perdónenme, no pude más”).
La libertad en las palabras, perdida. La admiración por la belleza, rota. La preservación de la memoria, en rebeldía. Los sueños heroicos, desbaratados. La novela, las vidas de las poetas, está atravesada por los acontecimientos históricos que marcaron la crepuscular Rusia de la época (la revolución del 17, la guerra mundial, las deportaciones a los Gulags… -“Vendrán tiempos terribles. Muy pronto no habrá tierra bastante donde cavar las tumbas. Preparaos para el hambre, los seísmos y la peste. Se verán eclipses y señales funestas en el cielo”, del poema Julio de 1914-). La muerte (no sólo la muerte física, también la intelectual, también la que ocasiona el olvido) es una constante que impregna las páginas de la novela desde un lirismo que amabiliza las palabras pero no los hechos.
Las vidas de las poetas se mecen en un baile de recuerdos. Ajmátova rememora su París secreto, el que compartió con Modigliani para quien ella era “su Nefertiti” (tan bellamente reconstruido en Un amor al alba de Élisabeth Barillé -Periférica, 2021-), el del Montparnasse refugio de la revolución social, el del futuro predicho como amenaza (“es sabido que el futuro proyecta su sombra mucho antes de salir: escondido bajo las farolas, un día golpea la ventana y perfora los sueños”). Ajmátova evoca los otros amores, los amores correspondidos o desgraciados de ambas (“Nosotros no decíamos “te amo” por un terror místico de matar el amor al nombrarlo. ¿Por eso nos amaron tan poco?”), los amores convertidos en mitología emocional, inventariados en biografías y aquí esbozados desde palabras que no sabemos si se pronunciaron pero que bien pudieron pronunciarse (Pasternak, Gumiliov, Mandelstam, Blok, Efron, Borís Arep, Sóniechka Holliday… -“Todos somos huéspedes de la vida, Marina. Nosotras, además, fuimos rehenes del amor”-). Y, siempre en primer plano porque es el eje que mueve las vidas de ambas, la combativa resistencia al régimen estalinista y sus consecuencias: los exilios, las deportaciones, los registros, las delaciones, la hambruna, los fusilamientos, las muertes y los suicidios (“No era la primera vez aquel año que el carro de la muerte desfilaba ante mí, si bien no tardaría en regresar trayéndome más cadáveres”). La consecuencia de esta oposición y de vivir bajo el yugo dictatorial será, en Ajmátova y en otros tantos poetas (Mandelstam, Pasternak…), el silencio (“una especie de luto oral”) y la destrucción de parte de su obra: poemas quemados (“decía Mijaíl Bulgákov, con su hilarante sarcasmo, que la estufa se había convertido desde hacía tiempo en nuestra sala de redacción favorita”), recordados en la(s) memoria(s)de los vivos, en realidad en la memoria de las vivas, ya que fueron sobre todo ellas las que preservaron la huella poética de unos años que el gobierno ruso quiso convertir en una inmensa elipsis (“no arrestar, pero tampoco imprimir”).
El relato que Ajmátova narra a Tvsvietáieva de aquellos tiempos (“un tiempo en que solo sonreían los muertos, contentos de haber hallado al fin reposo”) es desgarrador, refleja no sólo el padecimiento propio sino también el colectivo, y Rodríguez Fischer lo dota tanto de densidad psicológica como poética convirtiendo la larga carta en un compendium de voces, de gestos, de conversaciones, de hechos fragmentarios que componen una memoria lírica (la de Ajmátova) en un mar de almas atormentadas. Tiempo y sentimiento, trascendencia literaria e histórica en una elegiaca y triste danza.
A la manera de Michael Kumpfmüller en Ai, Virginia (Edicions del 1984, 2023), de Juan Tallón en Fin de poema (Alrevés, 2015) o de Ara de Haro en La pintora pelirroja vuelve a París (Alianza, 2022), donde el retrato de Virginia Woolf, Cesare Pavese, Alejandra Pizarnik, Anne Sexton, Gabriel Ferrater y la pintora Remedios Varo parten de la realidad biográfica para construir una ficción plausible, y a diferencia de Montero Glez en La vida secreta de Roberto Bolaño (Navona, 2024) donde la obra es ficción pura con personajes reales, Antes de que llegue el olvido es un viaje, una evocación, un diálogo confesional a una sola voz, el último aliento poético de una escritora que rechazaba la etiqueta de “eternamente lánguida” en conversación con la que fue “toda incendio”, una carta-memoria-en-cascada tan llena de nostalgia como de dolor, confidencias, fragilidad, trascendencia, emotividad y lucidez.
“Fuimos dispersados por la tierra como naipes de una baraja, alejados unos de otros, recluidos en guaridas que se hundían en el subsuelo o desterrados a los más recónditos confines del mundo, borrados tras un muro o arrojados a una fosa, rotos y enloquecidos. Más ni aun así nos rendimos. Por eso, quienes hemos logrado llegar hasta el final debemos acopiar fuerzas y escribir nuestro s recuerdos. Para devolver a la historia quienes fuisteis devorados por ella.
Y de ese modo haceros regresar, Marina”
Coda: Teniendo en cuenta el rigor histórico de la novela y el volumen de documentación que la autora seguro ha manejado, hubiese agradecido un epílogo bibliográfico. Es mi único pero a la obra.