Lluvia de verano, de Ahmet Hamdi Tanpinar (Sexto Piso) Ilustraciones de Hassan Zahreddine. Traducción de Rafael Carpintero Ortega | por Juan Jiménez García
Llueve. Cae una de esas fugaces lluvias del verano. Sabri es escritor. Su mujer se ha marchado durante una temporada con sus hijos y está solo, entregado a la escritura de un libro. Sus días pasan entre esa escritura, los viajes a Estambul para recoger información y el fugaz tiempo que dedica a pescar. Nada más. Convive con Karagöz y Hacivat, personajes del teatro de sombras convertidos en sus voces de dentro. Pero ese día, ese día en concreto, llueve. En su jardín se encuentra con una desconocida que, sin embargo, parece conocer el lugar. La invita a entrar, a cambiarse de ropa mientras se seca la suya, y así empieza una fugaz relación hecha de pocas cosas pero que, sin embargo, parece atravesada por las puntadas de un hilo que los mantiene juntos, estando o sin estar.
Ahmet Hamdi Tanpinar es uno de esos escritores que vivieron entre dos mundos, oriente y occidente, y cuya obra permaneció, para iluminar la de otros que vendrían después. Una obra moderna, ágil y quebradiza. Este Lluvia de verano es así. Fugaz y frágil, hecho de pensamientos pasajeros que se niegan a desvanecerse del todo. Sabri, que piensa que ya no debería esperar mucho (pasados los cuarenta años, con su mujer, con sus dos hijos) y que no espera nada, se encuentra con que no puede renunciar a la presencia de esa muchacha. Como las ilustraciones de Hassan Zamreddine que acompañan el libro, todo discurre en un claroscuro, en una zona en la que las palabras son algo incierto. Unas palabras que sirven para agarrarse a ellas o para evocarlas en desganados intentos de huída.
Tras ese primer encuentro, la muchacha se marcha a Estambul y tal vez no se volverán a encontrar nunca. A Sabri esto le parece bien. Es más: tiene la seguridad de no volverla a encontrar. Es triste, pero es cómodo. Es lo mejor para seguir con esa vida que se ha dado, hecha de días demasiado parecidos entre sí. Todo está bien. Pero una noticia en el periódico le hace temer por ella, y en ese temor encuentra algo más. Ella volverá, un día. Como si las cosas no hubieran podido ser de otro modo. Volverá con esa manera suya de ser, que convierte todo en algo cotidiano y las cosas son de una extraña sencillez. Y entonces las cosas cobrarán un sentido. Las palabras, sus palabras, la lluvia de verano, su presencia allí. Un mundo desaparecido.
Tanpinar escribe una obra para los sentidos. Una pequeña obra de cámara para pocos instrumentos, interpretada desde la convicción de que los sentimientos surgen de pequeñeces, de instantes rara vez elegidos, y que luego se van enredando, como la hiedra en la pared de una vieja casa. Así, la vida de Sabri y esa joven bella y misteriosa se va entrelazando sin llegar a ser nunca una sola cosa, pero de una manera más profunda que sus propios matrimonios. Tal vez por una simple cuestión de fugacidad, por saber que difícilmente se volverán a ver y que su relación es una lluvia de verano más, que se irá como ha venido. Que nos dejará momentáneamente empapados pero acabará por secarse y quedar como un recuerdo, el recuerdo de unas sensaciones. La belleza del instante y la de la deriva de las conversaciones y las palabras.
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