Deshielo y ascensión, de Álvaro Cortina (Jekyll & Jill) | por Óscar Brox
Atrapar la fuerza creativa. Esa podría ser una definición provisional para empezar a desbrozar todo aquello que esconde Deshielo y ascensión, la primera novela de Álvaro Cortina. Una obra, como indica su título, partida en dos, narrada a cuatro voces, en la que la naturaleza y el arte son sus singulares protagonistas. Un libro que pasa del relato de supervivencia a la meditación sobre la pedagogía, del retrato del artista atormentado al último momento de esplendor de la cultura. Una historia que se siente, a través del esforzado estilo de su autor para capturar cada detalle de su ambiente de ciencia-ficción, y se escucha, si el lector sigue el consejo de compartir cada capítulo con la recomendación musical que figura en la solapa del libro -de Ligeti a Scelsi, entre otros. ¿Por qué, entonces, la fuerza creativa? Porque cada episodio describe ese instante de apogeo: el del cazador que sobrevive al territorio inhóspito en el que había quedado enjaulado; el padre que perfila, hasta la locura, la educación integral de sus hijos; el pintor que culmina su obra en el éxtasis final de su vida; o el viajero que asiste al eclipse de una parte de la civilización. Todos creadores -de vida, arte, cultura o sentido-, todos solitarios; narradores únicos de una historia que camina entre el deshielo y la ascensión. Donde la escritura, como en un diario secreto, se convierte en la consolación de todo cuanto han perdido en el tiempo.
Isaac Erikson-Vargas, cazador, consigue salir vivo de la partida en la que había quedado atrapado junto a su compañero de aventura. Mutilado, enajenado por las graves circunstancias de su travesía hasta el rescate, Erikson-Vargas se transforma en una especie de Achab obsesionado por regresar al búnker donde arrancaba la novela. Transmutado en su personaje, Cortina borra poco a poco los rastros del relato de aventuras para describir, a través de las sensaciones, eso de humano que ha perdido entre la naturaleza salvaje. Qué hermosa, por terrible, puede llegar a ser esa búsqueda que el maltrecho protagonista emprende para recuperar lo que de humano le ha arrebatado la tierra indómita. En ese viaje de regreso arranca la segunda parte de la historia, la que narra Stefano Lenz, ingeniero y comandante. Mientras el relato avanza, Cortina se las apaña para sumergirnos en la búsqueda de Lenz, la de una propedéutica que prepare a sus hijos para la vida; la misma vida de la que él se ha separado lentamente, primero de su mujer y luego del resto de cosas, obstinado en construir un sistema pedagógico cuya principal falla radica en él mismo: la soledad.
La escritura es una forma de consolación, y en Deshielo y ascensión es, probablemente, la única compañía de que disfrutan sus protagonistas. Solange, el tercer personaje, narra la agonía del pintor Anselm des Près con la minuciosidad y la falta de pasión con la que un crítico de arte analizaría sus pinturas. El drama de estos dos amantes podría contarse a través de las superficies desgastadas, las incisiones y heridas que inflige Anselm a sus cuadros; como algo externo, que nunca llega a penetrar en los sentimientos. Porque esa es la otra cara del libro, la que narra la desafección prolongada que convierte a sus protagonistas en unos náufragos, cada vez más aislados, sin saber cómo escapar de ese destino. Si la primera imagen del libro describe la soledad y aislamiento físico de los dos cazadores en suelo salvaje, su autor dirige ese movimiento hasta hacer de él un aislamiento interior. Como el de un pintor maldito, empeñado en recuperar un políptico titulado Ascensión, con el mismo grado de locura con el que Erikson-Vargas deseaba volver al búnker en busca de esa humanidad que había dejado escapar.
El arte es el leitmotiv de la novela, tal vez por su capacidad para conciliar la creación con los sentimientos, dos esferas que en Deshielo y ascensión caminan separadas. El arte que Solange visualiza a través de las migrañas de su amado Anselm, de la pintura compleja, agresiva, destructiva; el arte que Stefano evoca en su colección de música, que acompaña cada meditación en la más íntima de sus soledades. El arte protagoniza el último eslabón del libro, en el que se narra la expedición para recuperar el políptico de Anselm de una abadía de religiosos ubicada en las estrellas. Una empresa que concluirá con la destrucción de la abadía -en realidad, una especie de cementerio-lugar de reclusión monacal, expuesto durante toda su existencia a la radiación solar; ¿no es esta, acaso, la mejor imagen de esa soledad que evoca una y otra vez la novela?
Deshielo y ascensión describe un arco que nos conduce de la tierra a las estrellas, en una distancia que, a pesar de su entorno de ciencia-ficción, continúa siendo inmensa. El políptico, que representa una escena religiosa, dibuja esas estrellas sobre sus tablas, como un sentimiento elevado y trascendente que el arte y la creación pueden acercarnos. No se me ocurre mejor imagen para describir la primera novela de Álvaro Cortina, estupendamente editada por Jekyll & Jill, donde todos sus personajes buscan algo que nunca logran hallar completamente: una consolación, una soledad compartida, eso que nos recuerda todo aquello que albergamos en nuestro interior. El éxtasis y el declive del arte que narra la obra de Cortina son otra forma de referirse a la pérdida de lo humano. De ahí la obstinación por atrapar esa fuerza creativa, la que nos permite conciliar el arte con los sentimientos, con nosotros mismos.