En lo alto de la torre, de Albert Robida (Ardicia) Traducción de Julián Gea | por Juan Jiménez García
Entre todas esas utopías que los hombres nos hemos regalado, a través de innumerables literaturas, la de En lo alto de la torre de Albert Robida debería ocupar un lugar preferente. No porque sea la más liberadora (que tal vez lo sea), la más justa, la más revolucionaria, sino porque es la más humana. Y además, es posible. Como un jardín del Edén para todos los días, o una antesala en el camino hacia el cielo, o tal vez, un lugar sin aves del paraíso pero, por eso, más cercano. Porque ¿y si la utopía más atrevida no es una que busque cambiar el mundo sino una que simplemente busque alimentarnos, vivir en paz con nosotros mismos?
Narcisse Gurdebêke sustituye a su viejo tío en lo alto de la torre de la ciudad. A partir de ese momento, se instalará a ochenta metros de altura o a cuatrocientos veinticinco escalones del suelo. Sus funciones son sumamente importantes para la tranquilidad de Flyssemugue: vigilar el reloj de la iglesia (cuyo campanario comunica con lo alto de esa torre), custodiar la llave del archivo y vigilar las vastas tierras hasta donde alcanzan sus ojos. Tiene una mujer, seis hijas y un hijo pequeño. Y deja atrás una vida entregada al cobro de impuestos, la pesca y la cerveza belga.
Una vez allí en lo alto, el mundo es otra cosa. La gente queda muy lejos, el aire muy cerca. Empiezan a respirar, a echar de menos algunas cosas y, dada una cierta obesidad, a no contar con pisar mucho el mundo de allá abajo. Pero Gurdebêke echa de menos entre todo una sola cosa: su jardín. La torre es amplia. Cuatrocientos metros cuadrados dan para mucho y, por qué no, para un jardín. Al principio quiere tener algunas macetas, un poco de tierra para contar con alguna verdura. Más tarde piensa que tal vez algunos conejos no vendrían mal. Y gallinas. Y tener su propia leche. O pensar en la cena de Navidad. Y las mermeladas que se podrían hacer. Su huerto aéreo crece. Su jardín de las delicias atraviesa todas aquellas terrazas y tejados, entre arroyos artificiales y campanadas, musiquillas y tamborileros. Ese es un secreto. Un secreto que nadie debe conocer (mucho menos aquellos del ayuntamiento, que le han puesto ahí), a riesgo de que todo se desvanezca, como un sueño cualquiera.
Albert Robida, como Narcisse Gurdebêke, creía en la felicidad como algo etéreo (en su segunda y tercera acepción: perteneciente o relativo al cielo; vago, sutil, vaporoso). Ilustrador además de escritor, muchos de sus dibujos son mundos suspendidos en lo alto de otras construcciones, enormes plataformas o cúpulas entre globos aerostáticos, zepelines y naves fantásticas. Su torre, la torre de ese relojero vigilante, es la plasmación literaria de esos universos, pero a diferencia de ellos, este es para uso de unas pocas personas que tan solo quieren vivir rodeados de una tierra que se quedó tras ellos. Una bella, sonriente narración, sobre la alegría de vivir, sobre la perseverancia en construirnos nuestros propios humildes mundos porque solo a través de ellos lograremos mejorar aquel otro, mucho más amplio y complejo, que nos rodea. Una invitación a no renunciar a aquello que queremos o a aquello que formó parte de nosotros y que parecía irremediablemente perdido.
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