Una ambición en el desierto, de Albert Cossery (Pepitas de calabaza) | por Juan Jiménez García
Organizar una revolución no debe ser algo fácil. Organizar una revolución en el país más pobre jamás imaginado, menos. Y ya no es que sea pobre porque sus habitantes son pobres (eso no sería especialmente original), sino porque aquellos que los gobiernan son tan pobres como ellos. Este podría ser el punto de partida de Una ambición en el desierto, último libro aparecido en nuestro país de Albert Cossery, editado por Pepitas de Calabaza (que se propone seguir con él, lo cual tiene nuestro eterno agradecimiento).
Cossery no es que se moviera mucho de París. Anclado en aquella habitación de hotel en la que pasó su vida, volvía una y otra vez sobre los paisajes de su infancia y juventud. Su mundo, después de todo, es bien sencillo, y se construye sobre la indolencia y el tiempo que se deja pasar, alegremente. Es difícil no sentirse un poco idiota leyéndole, desde el momento en que no trabajar parece tan sencillo (placentero y humano), que es francamente bochornoso tener que hacerlo. Dofa es un emirato con una particularidad: no han logrado encontrar petróleo en él. Todos sus vecinos nadan en la abundancia, pero ellos solo tienen arena y palmeras, junto a una plataforma abandonada y un barrio moderno que se cae a pedazos de puro aburrimiento. Los pobres, como decíamos, constituyen prácticamente la única clase social, lo cual incluye a sus gobernantes. Frente a eso, no se puede ser especialmente ambicioso, puesto que no hay nada que ambicionar. Este paisaje, que podría ser el deprimente telón de fondo de un drama de proporciones considerables, en manos de Cossery se transforma precisamente en lo contrario: un paraíso. O eso es al menos lo que piensa nuestro héroe, Samantar, ocupado en pensar en sus cosas y hacer el amor con jovencitas muy jovencitas. No teniendo nada, y asumiendo esa ausencia de todo, se puede ser feliz. Pero hay algo que trastoca su visión de las cosas: las bombas.
Un día empiezan a saltar las cosas por los aires, mientras aparecen extraños manifiestos revolucionarios. Samantar piensa que eso no puede ser bueno. No porque esté en contra de las revoluciones, al contrario, sino porque no tiene sentido hacer la revolución allí. Frente a eso, lo único que puede ocurrir es que las potencias extranjeras tomen partido y allí acabe la pobre felicidad de Dofa. Como no es algo que se pueda consentir, se convertirá en improvisado investigador, y el resultado será Una ambición en el desierto, una novela de intriga en la que no tardaremos en saber los culpables. Eso la convertirá en otra cosa: una reflexión sobre el mundo árabe, los mecanismos de poder y las ambiciones de unos y otros, a través de sus peculiares y ligeramente atormentados personajes. Y, bueno, como estamos en tiempos parecidos (aunque no iguales), no deja de ser encantador ver estas últimas primaveras bajo la óptica deforme (pero inquietante) del escritor francés (o egipcio, según se mire).
Cuando acabamos, tenemos incluso la sensación de que hemos llegado a entender algo, no mucho, pero algo, de todas aquellas cosas lejanas, arenosas. Algo que todos aquellos expertos improvisados que pueblan nuestras televisiones y periódicos difícilmente nos revelarán, algo tan profundo que solo el humor, el absurdo, puede irónicamente revelarlo. O eso creemos entender. Eso y que necesitamos leer a Albert Cossery. Más. Todo.