Al oeste con la noche, de Beryl Markham (Libros de Asteroide) | por Óscar Brox
El paisaje norteamericano vio alterado para siempre su fulgor primitivo y elemental con la llegada del ferrocarril y las telecomunicaciones. Hasta ese momento, cada lugar conservaba su ley y su moral, una identidad propia y salvaje que lo diferenciaba del resto. Frente a la expansión territorial y social de las revoluciones industriales, las pequeñas agrupaciones y colectividades fueron perdiendo su misterio para, finalmente, asimilarse a la masa. África, como el viejo oeste americano, siempre ha sido cuna de espíritus indómitos. El de Beryl Markham, además, fue uno de los más especiales.
Nacida en Inglaterra cuando el siglo XX apenas empezaba a desperezarse, Markham no tardó más que cuatro años en poner sus pies desnudos sobre la tierra de Kenia, en aquel momento territorio perteneciente al África Oriental Británica. Allí, junto a la granja que regentaba su padre, comenzó a cultivar su pasión por la aventura. Con la publicación de Al oeste con la noche, Libros del Asteroide rescata una suerte de diario que define, con la precisión que solo podemos encontrar en la memoria, el carácter de Markham. Estructurada en cuatro partes que abarcan las etapas de infancia, adolescencia y madurez, la obra de la escritora keniata ofrece una extraordinaria panorámica sobre la evolución de ese continente secreto, inmune al contagio de las enfermedades europeas, que hizo del pasado siglo una época de cambios y de nostalgia por los recuerdos perdidos.
Con la paciencia de un cartógrafo, Markham retrata los primeros pasos de su vida a través de un África mágica, donde los murani todavía no han sustituido la lanza por el rifle y aún es posible capturar los ritmos y el temperamento del lugar. A partir de su prosa detallista, Markham explica su introducción en el mundo de la cría y la doma de caballos, entre los que sobresale el intempestivo Camciscan -un animal cuya majestuosidad e ímpetu parecen comunicarlo directamente con el cielo, como si se tratase de una esquirla caída de otro mundo. Dedicada al cuidado de potros y zainos, Markham crecerá rodeada de África, a salvo de la colonización exterior, mientras el paisaje de la granja se consume y, en su lugar, aparece en el horizonte el mundo de las carreras de caballos.
En algún momento de la Historia, los viejos vaqueros sustituyeron la velocidad y los músculos de un purasangre por el carbón, los joules y los caballos de los primeros sistemas de locomoción. Para Markham, ese encuentro se produce cuando se topa, en mitad del camino, con el automóvil averiado de una de las figuras de su incipiente madurez. Ese choque imprevisible, de apenas unos segundos, le llevará a dejar atrás el negocio de los caballos y sumergirse en el mundo de la aviación, primero como piloto de correo y más adelante como una auténtica aventurera.
Sola en una cabina de dimensiones reducidas, Beryl pilota su biplano en la noche africana, a través de una vasta extensión de desierto, montañas y oscuridad. Aunque la vanidad no es uno de sus pecados, no puede evitar imaginar la belleza de todos esos lugares recónditos que, al carecer de nombre o de adscripción geográfica, aún mantienen todo su esplendor salvaje. Recorrerlos con el ronroneo del motor es lo más cercano que un piloto puede estar de cumplir el sueño de dominar la tierra y conquistar el cielo. Sin embargo, la prosa de Markham siempre está preocupada por el hecho y no tanto por la interpretación. Así, los grandes amores de la autora adquieren, en las páginas de su diario, una amistad integral. Cada vez que Beryl escribe sobre Denys, Tom o Blix, sentimos que tras ellos late más la comprensión, un lugar donde vivir, que la pasión que Markham encuentra en su trabajo. Amores discretos, sí, pero cuyo eco acompaña a la autora hasta la última página de su obra, como si la rememoración de cada episodio vivido junto a Tom o al Barón Blixen le hiciesen sentir menos sola, más acompañada.
Cuando todavía no había hundido sus costumbres en la época acomodada de la madurez, Beryl Markham aceptó el desafío de cruzar volando de este a oeste, sin escalas, el océano Atlántico. A esta peripecia consagra la autora la última parte del libro, aquella en la que las esencias de la tierra africana comienzan a sentir la pisada de la guerra en Europa y las colonias notan en su interior la preocupación por dotar de forma legal al futuro país que tarde o temprano se emancipará de su cultura de adopción. Así, Markham dedica las últimas páginas del libro a describir cada instante de una proeza, que no obstante, no pudo culminar. Abandonada a sus pensamientos, la aviación y la aventura, el amor por África y sus raíces culturales desprenden, esta vez sí, una melancolía que su relato apasionado ha tratado de conjurar hasta ese momento. El regreso al hogar, a bordo de un carguero, será el momento escogido para madurar una historia surgida en un momento de cambio para un continente virgen. Una historia, por tanto, privilegiada, que sabe cómo extraer el jugo de cada experiencia. Palabra de intrépida amazona.
Mmm… dan ganas de leer y de coger el primer avión que pase!
Sin duda. En estos relatos en los que la aviación se entremezcla con la experiencia vital siempre flota el romanticismo de la aventura. El libro, además, es una buena excusa para zambullirse en retratos más poderosos como «Pilote de guerre», de Saint-Exupéry, de quien se dice fue amante pasajera Beryl Markham.
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