No lo comprendo, no lo comprendo, de Akira Kurosawa (Confluencias) | por Juan Jiménez García

No lo comprendo, no lo comprendo | Akira Kurosawa

Seguramente Akira Kurosawa forma parte de esos directores que de algún modo u otro necesitaron contarse. Podemos pensar en Federico Fellini o Ingmar Bergman, con los que compartió su tiempo (y seguramente también sus dificultades). Escribió un libro de memorias, Autobiografía, hay algún que otro documental sobre él mismo trabajando (por ejemplo, el ineludible A.K., de Chris Marker), y dio multitud de entrevistas, aun en la convicción de que era su cine el que hablaba o debía hablar de él.  Confluencias recoge en este libro tres conversaciones muy diferentes, empezando por sus interlocutores: Donald Richie, el crítico de cine occidental que más ha escrito sobre cine japonés; el director Nagisa Oshima, insospechadamente próximo a su compatriota; y el escritor colombiano Gabriel García Márquez, que en su tiempo andaba por todos sitios.

Nos podemos imaginar perfectamente la escena. De hecho, la hemos visto un buen montón de veces en el cine de Yasujiro Ozu. Akira Kurosawa y Donald Richie están en uno de esos minúsculos bares japoneses. Solo hay una pequeña barra y un camarero distraído. Como el tiempo. Hablan de cine, claro. A Kurosawa le gusta beber. Mucho. También hablar, decíamos. Entonces hablan, aunque no crea poder decir mucho sobre su cine más allá de lo que dice ese mismo cine. Pero no es cierto. Repasan ese periodo de su cine que va desde 1948 (con El ángel ebrio) hasta 1961 (con Yojimbo). Es decir, desde que no lo conocía nadie hasta ser mundialmente conocido. Aun así, los tópicos se repiten y no le abandonan en ningún instante. El más occidental de los directores japoneses. No es como Mizoguchi, ni tan siquiera Ozu. Hoy, visto con la perspectiva necesaria (y con el cine japonés más accesible de lo que lo estuvo nunca), no deja de ser algo un poco temerario, una de esas frases que la crítica necesita para sentir que dicen algo. Kurosawa piensa que no (es difícil oyéndole manejar sus referencias mantener esa afirmación), y en todo caso concede que su obra siempre será mejor comprendida por aquellos jóvenes japoneses de veinte años que por los mayores, acostumbrados a un cine encorsetado y repetitivo. En todo caso será una batalla perdida, porque uno no está dispuesto a renunciar tan fácilmente a una frase tan efectiva. Con Richie hablará del cine acabado, de la película final, de sus dificultades y de sus motivaciones, en lo que nos parece la conversación adecuada de una noche melancólica acodados en la barra de ese minúsculo bar.

Entonces llega Nagisa Oshima. Y conversan. En casa de Akira Kurosawa. Y es otra cosa. Oshima formó parte de la nueva ola de directores japoneses que venía a derribar a aquellos otros directores envejecidos. A diferencia de los franceses, que tenían víctimas fáciles, los japoneses se enfrentaban a verdaderos colosos. Así, se puede uno encontrar en la paradoja de que si bien Oshima atacaba el cine de Kurosawa en sus principios, se confiesa admirador suyo unos años después. Entre ambos la conversación discurre por otros terrenos y, lejos de las películas, los dos hablan de la vida. De la vida del director de cine. Desde el aprendizaje como asistente del director hasta el oficio de dirigir. En aquellos años el cine era un oficio. Se empezaba como asistente y se aprendían todos y a cada uno de sus aspectos, desempeñando infinidad de tareas. El director japonés, además, se ganaba algún dinero extra escribiendo guiones. Son estos años de los que hablará, de sus inquietudes, de sus maestros, de la censura, de la guerra, de sus colaboradores, trazando un retrato tremendamente rico de aquel tiempo.

Para terminar, el libro se completa con un diálogo con Gabriel García Márquez. Tras el cineasta de Richie y el hombre-cineasta de Oshima, estas breves páginas son algo así como unos apuntes sobre la escritura y el fin del mundo. Sobre la escritura porque, como no podía ser de otro modo, García Márquez le pregunta sobre cómo escribe sus guiones. Y sobre el fin del mundo porque acaban hablando de Hiroshima y Nagasaki. Y, sí, el mundo no acabó físicamente, pero seguramente algo terminó con aquello.

Libro pequeño pero de gran intensidad y belleza, No lo comprendo, no lo comprendo nos devuelve ese regusto del cine de Akira Kurosawa, ese amor que sentía por todo. Como si ese verdaderamente fuera el secreto de su cine. No algo oriental ni occidental, sino algo íntimo, algo que pertenece al hombre como tal, en su ambigüedad, en sus dudas y en sus temores.


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