Alfabeto, de Inger Christensen (Sexto Piso) Traducción de Francisco J. Uriz | por Óscar Brox
Pese a su relieve dentro de la poesía escandinava, la obra de Inger Christensen continúa siendo una relativa desconocida para el lector español. Alfabeto, el libro que publica Sexto Piso en su línea de poesía, puede ser una buena manera de romper ese silencio y acercarse hacia una escritura que hace de la percepción su punto de encuentro con el mundo. Con ese universo de pequeñas cosas que funciona como revestimiento de nuestra realidad, que esconde una imparable cadena de transformaciones y un río de emociones morales que describen la fuerza de esa naturaleza en la que nos cobijamos. Un combate eterno entre lo que amamos y lo que tememos, entre la celebración entusiasta de una vida que crece por doquier y el temblor de una muerte que pone todo su empeño en afirmar su presencia.
Alfabeto es un poema construido según la secuencia de números de Fibonacci -cada verso es la suma de los dos precedentes- y según el orden de las propias letras del abecedario -que nombran las palabras, de la a a la n, con las que Christensen desarrolla su personal visión del mundo. La presencia de la regla, sin embargo, no altera la vivacidad de su narración; cada verso cae como el fruto de una pura energía primigenia que, palmo a palmo, concede sentido a las palabras que definen nuestra realidad. Como un balbuceo o un primer sonido inarticulado, como un silabeo infantil que a base de repetir las palabras accede a esa realidad que construyen. Christensen recorre todo aquello que abarca su mirada con una ternura desbordante, con la confianza de que los elementos de la poesía nos permiten abrigarnos con el manto de la noche, palpar los nervios de un árbol milenario o componer música con el viento que mece las hierbas altas del jardín.
Las palabras facilitan un camino, conceden un sentido a aquello que nos rodea. Acortan la distancia entre la mesa de trabajo que es testigo de la creación de un poema y el albaricoquero en flor que cuela su fragancia a través de la ventana de la habitación. Las palabras facilitan un uso del mundo, nos enseñan a entremezclarnos con él, a crear esa comunicación primitiva en la que los ritmos naturales describen las emociones de los hombres. De ahí el esfuerzo de Christensen por dedicar cada verso a un átomo del mundo, a un pajarillo o a un delta, al rincón de una cafetería o a un paisaje apartado de los sonidos de la ciudad. En su Alfabeto late la necesidad de percibir, de alargar la mano, y con ella nuestros sentidos, hasta palpar y hundir nuestros dedos en esa naturaleza desconocida que acompaña cada pasos.
Frente a esa visión dichosa, casi inmortal, Christensen evoca la finitud que despliega la bomba atómica. La tarde soleada que precedió a la catástrofe de Hiroshima, apenas unos segundos que liquidaron todo horizonte moral, que frenaron cualquier palabra, cualquier voz, para transformarla en un grito. Precisamente, lo que engrandece a esa visión de la vida es el sentimiento de su finitud; la sensación de que la noche en la que encontramos el camino de la ternura es un milagro que nos recuerda esa fragilidad tan propia de la condición humana. Ese sentimiento de vulnerabilidad que nos aleja, interponiendo una barrera, de las cosas sensibles. Como una bomba de detonación silenciosa cuyos efectos percibimos en nuestra incapacidad para evocar aquellos lugares en los que la vida se abría camino.
Inger Christensen apela a una naturaleza que no solo se plasma en esa realidad cotidiana que nos envuelve, también a la de esa sensibilidad que, oculta en nuestras entrañas, nos enseña a mirar. A percibir, como si se tratase de la primera vez, con esa mezcla de inocencia y terror infantil ante un mundo que se despliega, con el que establecemos nuestros primeros vínculos. Apreciar las pequeñas cosas, la belleza discreta de nuestro paisaje, la secreta emoción que nos provoca entrar en contacto con esas partes menos desarrolladas de nuestra intimidad. Acercar la mano al tronco de un albaricoquero, vigilar el vuelo tardío de una bandada de estorninos, contar las olas que rompen antes de llegar a la orilla. Alfabeto es un largo poema cuyo propósito es fundar un sentido, como si se iniciase con un balbuceo y concluyese con esa primera palabra que identificará nuestro mundo, desde el origen -la semilla de un árbol- hasta la noche. En un bellísimo plano secuencia con el que Christensen nos invita a compartir la visión privilegiada de nuestra vida. Como si la realidad encontrase su respiración en cada verso.
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