Las tribulaciones de Virginia (Teatre el Musical, Valencia. Del 13 al 15 de enero de 2016) Una producción de Hnos. Oligor | por Óscar Brox
A principios de año, Oligor y Microscopía presentaban en El Musical su pequeño espectáculo de autómatas y melancolía La máquina de la soledad. Recogido en unas improvisadas gradas, el público se dejaba encandilar por un relato surcado de humor y tristeza en el que los autómatas y la magia de las cosas sencillas eran capaces de convocar, en apenas unos metros de escenario, la gran historia de un amor. Para quien acudiese a aquel bellísimo espectáculo, Las tribulaciones de Virginia solo puede significar la posibilidad de volver a traspasar la puerta a un mundo de ingenios y fantasía en el que, huelga decirlo, hasta la cosa más diminuta es capaz de animar el sentimiento más complejo. Con esa maraña de cables, poleas, raíles de tren de juguete e inocencia con la que Jomi Oligor se mueve de un lado a otro del espacio, en su doble faceta de creador y narrador, de actor y de animador.
Las tribulaciones de Virginia describe la historia de amor fugaz e intenso entre Virginia y Valentín, dos bailarines consumidos por el destino y la pasión. La luz tenue alumbra a Oligor mientras posa en su mano una figura sencilla, tosca en su falta de rasgos pero tremendamente viva en la expresividad que le confiere su creador. Es Virginia a lomos de su elefante, en dirección a su encuentro con Valentín. Una cinta de cassette pone las palabras de amor mientras la acción de los ingenios insufla vida a cada figurita, metáforas vivientes de todos esos sentimientos íntimos que a menudo deseamos poner en imágenes. Y es que, en su desarrollo, los Oligor prácticamente transforman la obra en una visita al museo, en la que cada pieza del espectáculo es un cuadro viviente que representa, si más no escenifica, un determinado sentimiento. He ahí, por ejemplo, esa preciosa coreografía de movimientos que termina con Virginia penetrando en el corazón de Valentín.
Como en su anterior obra, en esta Oligor combina lo fantástico con lo personal, el cuento con los apuntes biográficos, de manera que el público perciba esa sensación de atender a algo que está construyéndose mientras sucede. Único, quizá, porque no se volverá a explicar de ese manera. Como cuando, de niños, rebuscábamos en la caja del detergente en el que metíamos todos los juguetes y los ordenábamos a capricho para fabular una nueva historia. Un destino diferente. El de Virginia, como explica al principio de la obra, no es otro que el mar. La desdicha y el olvido, que tan sutilmente interpretan esos chapoteos rítmicos sobre el agua de una palangana. La incapacidad de continuar amando y la imposibilidad de competir con los cantos de sirena de la mujer que ha hechizado a Valentín. El de Oligor no es otro que la tenacidad por llevar al público lo que nació en un taller pero germinó durante la infancia. Los trocitos de esa memoria, de los juegos que nunca se olvidan, transportados a un formato dramático en el que encontrar cobijo.
Tal vez Las tribulaciones de Virginia sea una obra con menos capas que La máquina de la soledad, pero ello no es un impedimento para suscitar la misma clase de emoción. No en vano, la mezcla de ingenuidad y espectáculo que define la puesta en escena de los Oligor es, asimismo, un exquisito trabajo de recuperación de un teatro cada vez más arrinconado. Animado, ingenioso, articulado alrededor de unas figuras de latón, cartón y cables que cobran vida, precisamente, apelando a esa infancia olvidada. A aquellos codiciados años en los que la imaginación fluía sin válvula que la contuviese, en cualquier dirección. Un número de magia, enternecedor y esforzadísimo, en el que sus artífices echan mano de todo tipo de recursos para conseguir que volvamos a encontrar aquella mirada de nuestros primeros años. Petardos, artilugios, viejas cintas, lucecitas de Navidad… todo sirve si permite recrear, como la moderna tecnología digital, un universo habitado por la fantasía. Encapsular durante una hora, en esa pequeña carpa del escenario de El Musical, y hacer partícipe al público de sus maravillas.
Quien visita el gabinete de excentricidades y autómatas de los Oligor, ya no vuelve a mirar las pequeñas cosas con gesto descreído. La poesía que emana de esos trocitos pegados con la tenacidad de un niño, cada truco del que se valen para visualizar la bellísima historia que tienen que contar, cada minuto que dura la obra, nos demuestran hasta qué punto no podemos despegar los ojos de lo que allí tiene lugar. Una historia de amor, la crónica de dos hermanos enamorados de las fantasías que construían con sus juguetes, la posibilidad de un teatro capaz de convocar con lo mínimo los más grandes sentimientos. El sueño de dos adolescentes que siempre quisieron hacer un playback de Barricada en las fiestas del colegio de monjas. Las infinitas posibilidades de expresión del pequeño gran teatro de autómatas.
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