Sobre la bellesa, de Societat Doctor Alonso (Teatre El Musical)  | por Óscar Brox

La última pieza que vi de Societat Doctor Alonso fue aquella alrededor de Andrei Rublev. Y pensé que era un catálogo de formas -de danza, de performance, de instalación o de teatro- que, a partir de todos los registros artísticos posibles, trataba de preguntarnos por el valor y la permanencia de ese fragmento de Historia en un tiempo continuamente desplazado. O lo que es lo mismo: cómo seguir hablando, ensayando o escenificando algo que cada vez se nos aparece más lejano en el tiempo. Con Sobre la bellesa uno puede pensar que la dupla formada por Sofía Asencio y Tomás Aragay han llevado unos cuantos pasos más allá la cuestión; fundamentalmente, al tomar como base el envejecer a través de ocho actores no profesionales. Si ya el tiempo presente es un asunto bastante resbaladizo -vivimos a caballo entre la nostalgia deformante de un pasado irreconocible y la angustia por un futuro que nunca llega-, parece que confrontarlo con la vejez lo hace todavía más difícil. Entre otras cosas, porque la pieza no busca reflejar costumbres, usos o peculiaridades que, de alguna manera, den cuenta de ese proceso; al contrario, lo que pretenden sus artífices es convertir todo eso en una exposición desnuda de cuerpos, rostros, formas. Observar qué resuena cuando se toman unos elementos reconocibles y se colocan en un lugar desconocido. 

Puede resultar un poco delicada esta cuestión, al convertir ocho figuras anónimas en modelos de una obra que es más performance o, incluso, instalación -durante la representación, no dejaba de pensar en el concepto de naturaleza muerta. Digo delicada porque está presente un proceso de borrado de cada uno de esos actores para convertirlos en algo más parecido a una escultura. O, simplemente, a un cuerpo. Algo, por tanto, que está ahí no solo para ser observado, sino para escrutarlo, descomponerlo, retorcerlo (aunque sea con la mirada) y encontrar ese algo más que reclama en sus propósitos la Societat: el tiempo, resbaladizo, materializado en esas personas que se mueven por el escenario con precisión, frialdad y, tal vez, esa pizca de ironía cuando lo que en cualquier otro contexto resulta familiar aquí no lo es. O sí, pero de una manera embarazosa, incómoda y fea. 

A ello contribuye la música preparada por Agustí Izquierdo, un piano recompuesto para crear una atmósfera en la que todo parece tensarse, golpear, no encajar y rebotar de un lado al otro del escenario. La imagen podría ser como la de estar manipulando una materia viva, por mucho que los gestos rítmicos ejecutados por los actores apunten hacia otra dirección. Quizá hacia algo familiar continuamente sometido a un proceso de extrañamiento. Los observamos, más bien detenidamente, y acompañamos cada uno de esos gestos con, probablemente, la misma pausa con la que se contempla la obra de un museo. Lo familiar, por tanto, se vuelve frío. En especial, cuando los cuerpos dejan de referirse a algo conocido para proyectar movimientos, gestos o expresiones que apelan a otra cosa. Incluso, cuando más involuntariamente cómicas pueden resultarnos. Les vemos, pero empezamos a distinguir algo diferente. Podríamos llamarlo envejecer, ya que los movimientos son fluidos en su torpeza o en su falta de entrenamiento profesional; lo costumbrista se ve raro y todo lo poético que puede dar de sí la pieza, digamos, se tiñe de una curiosidad. Les miramos con ojos de antropólogos, proyectando también nosotros un envejecer que llegará. Nos parecen más piezas de una exposición que un grupo de personas que se mueven libremente por el escenario. Y eso, tal vez, también condiciona nuestra forma de juzgarlos. Vemos antes pies, manos, brazos, cabezas, giros, torsiones antes que acciones que pongan de relieve un cariz moral. La descomposición y recomposición de esos cuerpos, de esos gestos, que ponen de manifiesto una condición de la vida humana. 

Con todo, hay algo en la pieza (una fuerza interior) que convierte en plástico ese desfile de movimientos y cuerpos organizados con precisión. Plástico y, también, psicológico. Hay algo hermoso en esa última imagen, con el cuerpo de la mujer ocupando el único espacio libre entre unas plantas perfectamente alineadas; rompiendo, a su manera, una pauta, un ritmo, una secuencia o serie. Y esto es algo que hace que me pregunte hasta qué punto es ese el objetivo de la pieza: liberar esa belleza escondida (puede ser) de una secuencia de gestos y ritmos más o menos mecánicos, para mostrarla tal como es en su quietud, en su silencio. Sin aspavientos ni otra clase de metáfora que la de su propia naturalidad. Un cuerpo tendido en el suelo del escenario, a merced de la mirada del público. En silencio. Nada más. Sobre la bellesa apuesta en todo momento por la reducción, por buscar una imagen lo más desnuda posible del envejecer; o, visto de otra forma, nos pregunta si en verdad hay una imagen lo más desnuda posible que exprese en qué consiste el proceso de envejecer. Más que una pieza, me parece que lo de Societat Doctor Alonso es un laboratorio; un inventario de gestos, músculos y articulaciones para dilucidar qué resuena en esos cuerpos viejos que se agitan, que palpitan y recorren de un lado al otro el escenario. Una pieza extraña, bonita a su manera, con la que Asencio y Aragay nos invitan a observar, escrutar y detenernos en esa belleza que aparece y desaparece, explota o se muestra con timidez, y que una y otra vez nos remite a lo humano. Desnudo. Transparente. Nada más.


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