El mago, de Juan Mayorga (Teatre El Musical, Valencia. 12 de enero de 2019) | por Óscar Brox
En Elipses, estupenda colección de ensayos y textos publicada por La uña rota, Juan Mayorga resume lo que vendría a ser la experiencia dramática del teatro en las siguientes palabras: enseñar a escuchar, a fijarse y estar atento. No en vano, cuando hablamos de teatro debemos tener presente que se trata tanto de un espacio para la reflexión como, asimismo, para la acción. Y en El mago, la última de sus producciones que ha estrenado el Teatre El Musical, conviene estar atento y observar de qué manera se transforma la situación de partida: la llegada de Nadia a casa tras contemplar un número de magia a todas luces vulgar. Las artimañas de un mago que, sin embargo, le afectan de tal modo que ya nada vuelve a ser lo mismo en su convivencia familiar.
A diferencia de otras puestas en escena más austeras, aquí Mayorga construye en el escenario un pedazo de la vivienda de Nadia, el comedor principal, en el que todos los personajes quedarán atrapados. Expuestos. Encerrados. Sin necesidad de llevar a cabo transiciones, fugas o apartes. Lo que vemos es un fragmento de cotidianidad, lo que se espera de cualquier vida más o menos encauzada, cómoda en la realidad que ha tramado a partir de sus elecciones vitales. Así, de entrada, Mayorga juega con los resortes de la comedia y del enredo mediante el inevitable choque entre una Nadia aparentemente hipnotizada y una familia -sobre todo, Víctor, su marido- que no acaba de creer que no se trata de una broma a costa de él. Broma que, poco a poco, se retuerce hasta colocar a sus personajes ante una suerte de horror vacui en el que miran, cara a cara, a las expectativas que su realidad no ha conseguido satisfacer más allá de una mezcla nada sutil de conformismo y resignación. De, en definitiva, convenciones sociales.
Como señala Pepe Viyuela en el ensayo que acompaña a la edición del texto dramático de El mago a cargo de La uña rota, uno puede encontrar en la obra de Mayorga los ecos de un Bauman y de la nostalgia por las vidas no vividas o una reflexión sobre las relaciones de poder. O sobre lo poco acostumbrados que estamos a cuestionar la solidez del suelo que pisamos, sobre todo, cuando la cosa más absurda que nos podamos imaginar es capaz de resquebrajarlo. En cierto modo, se puede afirmar que Mayorga ha escrito una comedia contemporánea, pues casi todas las preguntas que lanza ponen en el disparadero nuestras formas de convivencia, los vínculos que urdimos para sostenerlas y la atracción nostálgica hacia unas vidas, otras, que se nos han escurrido entre los dedos cuando, en su lugar, hemos elegido el confort de lo convencional. De la monotonía. De esa hipnosis colectiva que, año tras año, nos enseña lo bien que funcionan las políticas neoliberales y el capitalismo avanzado.
Tal y como sucedía en otras de sus obras, en El mago uno tiene la sensación de que prima el ritmo y la velocidad de los cuerpos; la impresión de que cada actor, cada personaje, aprovecha su espacio para, incluso desde el silencio -pienso en María Galiana- reafirmar su presencia. Su lugar en ese choque dialéctico de ideas narradas a golpe de comedia de enredo. De comedia en la que lo liviano no enmascara lo complejo, sino que lo introduce progresivamente en escena hasta dejarnos desencajados, atrapados entre las piruetas metanarrativas de las que se sirven autor y reparto para exponer, para desnudar, esa realidad. O, mejor dicho, esa sobreexigencia de realidad que tan bien describe a nuestras sociedades contemporáneas. O de verdad, un concepto cada vez más puesto en entredicho. O de interés, como deja entrever el personaje de Víctor, constantemente preocupado por mantener una imagen familiar que se desmorona a medida que pasan los minutos.
Lo mejor del teatro de Juan Mayorga es que, pese al endemoniado ritmo con el que sus personajes se mueven de un lado al otro del escenario, pese a la concatenación de situaciones, de reacciones y aspavientos, uno tiene la sensación de que el dramaturgo madrileño tan solo se concentra en hacer un zoom sobre un determinado estado de cosas. Sobre un proceso de degradación social que, a la postre, repercute irremediablemente sobre las relaciones que tejemos unos con otros. Que las debilita o enloquece, vuelve del revés o convierte en una parodia risible. De ahí que la risa que puedan suscitar algunos instantes de El mago deba entenderse como una caricatura, sonrisa congelada de un análisis bastante más feroz y certero. Aquel que explica la sumisión emocional de una comunidad, de una naturaleza humana, a un estado (nunca mejor dicho) de cosas. De ficciones. De sueños. De nostalgia por unas vidas no vividas, cuando la madurez parece, más que en cualquier otro momento, el mejor disfraz para ocultar un eterno infantilismo. Puede que Mayorga, al fin y al cabo, sea una especie de ciudadano preocupado por la merma de espacios para la reflexión; que, como dramaturgo, haya emprendido desde hace tiempo la tarea de llevar a escena esa preocupación. Y que, en definitiva, su teatro suponga una lección sobre la importancia de escuchar, fijarse y estar atento. De cuestionar, en definitiva, no tanto las bases de nuestra naturaleza humana, sino las convenciones con las que, día a día, nos encargamos de sustentarla.