La invasión de los bárbaros, de Chema Cardeña (Sala Russafa, Valencia. Del 13 de febrero al 1 de marzo de 2019) | por Óscar Brox
Probablemente, más de uno pensará que el título de la última obra de Chema Cardeña y Arden Producciones alude, sin ambages, a nuestro presente político. Ante la basura que se ha colado en les Corts o en el Congreso, en virtud de un ejercicio democrático que tras las elecciones se encargan de ningunear, conviene llevar a cabo un ejercicio de memoria. Recordar. Escuchar. Prestar atención. Recuperar un pasado, rastrear sus huellas, para evitar que vivamos un presente en el que lo sucedido quede silenciado. O, peor aún, banalizado por esos discursos en los que los restos en las cunetas han perdido todo su valor emocional, su función política y, sobre todo, su categoría humana.
La invasión de los bárbaros arranca con un escenario partido entre dos épocas. De un lado, aquella España subordinada a la victoria del bando franquista, represaliada y triturada por la gracia del caudillo; del otro, una España contemporánea: moderna, sea lo que sea eso, capitalista y amnésica. Una España en la que hablar de Ley de Memoria Histórica significa una excusa para reabrir viejas heridas, diferencias aparcadas tras el consenso alcanzado durante la Transición. Cardeña, también actor de la función, simultanea los tiempos de manera que nos permite observar plano y contraplano, acción y reacción. La España que fue y, en fin, lo que queda de aquel país moribundo en el actual. Todo ello, por cierto, con una puesta en escena transparente y un texto sencillo. O, dicho de otra forma, con un texto que va al tuétano de la cuestión: a enseñar las cicatrices, a mostrar esos discursos patéticos dirigidos a encubrir el horror, a cuestionar la mezquindad de esas generaciones, de esa porción de la sociedad, que apenas saben o quieren saber lo que aquella Guerra hizo sobre la condición humana.
En este sentido, Cardeña aporta agilidad a un texto que se apoya en el cuarteto de actores. Los diálogos siempre dibujan una idea, un enfrentamiento, la revelación de eso tan evidente para el espectador: la crueldad de una dictadura, pero también la crueldad, acaso mayor, que supone olvidar o girar la vista ante el horror que sembró durante décadas esa dictadura. Y si bien para un público adulto muchas de estas cosas son más que conocidas, me resulta interesante pensar qué efecto puede tener la obra sobre un espectador joven; hasta qué punto le puede poner al corriente de los numerosos restos humanos que aguardan a ser desenterrados, reconocidos y legitimados como víctimas de una dictadura. Al fin y al cabo, Cardeña juega con la caricatura de su personaje, un alcalde populista con raíces profundas en la España franquista, que se opone a aplicar la Ley de Memoria Histórica para desenterrar los restos de una conservadora del Prado asesinada en 1939. Así, hay guiños a esa masculinidad mal entendida, al conservadurismo ramplón cocinado para atraer el voto más populachero y, en especial, a la tenacidad con la que negamos un pasado que, sin duda, nos gustaría borrar.
Lo interesante de La invasión de los bárbaros radica en el buen hacer del cuarteto protagonista. Tanto Cardeña como Garés proyectan sus voces sobre un escenario en el que casi todo lo demás queda eclipsado. Nos muestra, claramente, en qué consiste el Poder y cómo apenas se le puede plantar cara. Sin embargo, es bonito cómo el Teniente franquista posee otros matices; sin ir más lejos, el mejor momento de la obra tiene lugar durante una de las conversaciones con Esperanza, cuando el interrogatorio se traslada a un monólogo; cuando el verdugo se pone frente a frente con una humanidad que languidece ante las órdenes de sus superiores y la exigencia de una respuesta. Con cierta sencillez, Cardeña logra ese contraste entre ambos personajes, potenciando así el drama de la mujer y la soledad de un hombre que pasará por su rol de verdugo como si de un oficio se tratase.
A estas alturas, resulta difícil de entender que alguien manifieste sus reservas (más aún, si son morales) ante la exhumación de fosas. Y eso que hace poco se organizó un funeral de Estado para enterrar en paz a la momia. Sin embargo, Cardeña nos muestra un enfrentamiento, el estado de la cuestión, con canciones de Chicho Sánchez Ferlosio de fondo y ese cuadro que nunca llegamos a ver como paisaje. Así, su obra es un retrato ágil, modesto, también sincero, de esa herida latente en la cultura española. De la aversión que tenemos a revisar nuestro pasado y de la deriva preocupante cuando los políticos de ahora hacen suyos los emblemas de un tiempo terrible para la democracia. La invasión de los bárbaros es un teatro transparente, a ratos pedagógico, una mirada limpia a nuestra Historia que, sin duda, debería servir como mecanismo para reflexionar sobre la relación con nuestras memorias.