Barbados, etc., de Pablo Remón. Una producción de La Abducción & El Pavón Teatro Kamikaze (Tercera Setmana. Sala Russafa, Valencia. 11 de junio de 2017) | por Óscar Brox
El sencillo escenario preparado en la Sala Russafa para acoger la función de Barbados, etc., un par de pequeños bancos y el cartel de neón azul en el que se puede leer el título de la obra, nos proporciona una serie de claves para entender por dónde va a ir la obra de Pablo Remón. Solo dos actores, Fernanda Orazi y Emilio Tomé, y un diálogo que engancha anécdotas, historias, situaciones, a veces simples bocetos de una historia, para trasladar las interioridades de la vida conyugal. Aquello que, diríamos, pertenece al ámbito más privado de cada pareja, para lo que quizá nunca encontramos las palabras justas, pero que tratamos de verbalizar una y otra vez como una forma de ahuyentar la distancia. La separación. La ruptura. Porque nos ayuda a crear nuevas memorias y, también, a darle otro aire a las viejas. Porque, creemos, nos ayuda a entender las complejidades de nuestras vidas, aunque en demasiadas ocasiones nos parezcan un tanto insignificantes.
La principal virtud de Remón descansa en su capacidad para construir diálogos, para plantear situaciones en las que sus personajes nos dejan ver un poco de sí mismos. Y eso a pesar de que en Barbados, etc. la línea entre la realidad y la ficción es francamente confusa, en tanto que Orazi y Tomé no dudan en hacernos creer que son un matrimonio, dos personas que se encuentran en un lugar, dos actores que interpretan a dos personas, o dos voces que piensan en voz alta todas esas situaciones embarazosas que nos ofrecen magníficos ejemplos de lo que es la vida. Tomé, eternamente taciturno, encargado de apuntalar las explicaciones de Orazi. Y Orazi, puro movimiento, capaz de hacer de su cuerpo, de sus gestos, signo de esa distancia que los diálogos de Remón insinúan para describir la situación de esa pareja. De ahí, en definitiva, que la velocidad con la que se suceden las historias resulte progresivamente angustiosa, falsamente irónica (o equivocadamente, la risa es solo una manera de ocultar ese golpe bajo en nuestra intimidad), en tanto que nos ayuda a desnudar las pequeñas miserias de los protagonistas. Por eso, la capacidad de Remón para jugar con las situaciones, con líneas de texto que podríamos imaginar fruto de la improvisación, es en realidad una esforzada construcción dramática que expone sobre ese escenario vacío, frío y falto de intimidad (el público está casi pegado a la raya que lo separa de los actores), la conciencia de sus personajes.
Barbados, etc. nos habla de fantasmas, de gente que probablemente no existe, para tratar de poner voz y rostro a las pequeñas miserias de nuestra cotidianidad. Al egoísmo, la vergüenza o el enfriamiento con el que, en ocasiones, juzgamos la duración de nuestras relaciones personales. Y para ello Remón se vale de unos diálogos afilados, casi de otro tiempo (uno piensa en aquel Azcona de los tiempos de Ferreri, en Francisco Regueiro y Ángel Fernández-Santos actualizando el esperpento en el contexto del tardofranquismo), que coquetean con situaciones absurdas -toda la historia del tapicero y el sillón de la casa- para abordar las inseguridades, las insatisfacciones, que quizá por dolorosas y desconocidas erigen un muro de silencio en la relación. O, si no de silencio, de incomprensión y de cansancio. Algo, por cierto, que se nota en los gestos de Orazi y Tomé, en la manera con la que se mueven en el escenario y se hablan, casi sin mirarse, mientras comparten diálogos. Diálogos que inevitablemente acaban en la isla de Barbados, en la fuga o la evasión de una realidad mediocre basada, asimismo, en esos sueños mediocres inculcados desde niños (Barbados o la alegría del océano atlántico). Pero que suponen una forma de eludir la carga de profundidad de todas esas cicatrices que, progresivamente, observamos en los personajes.
De Pablo Remón se puede esperar un salto de longitud considerable en el campo teatral. Propuestas más ambiciosas, que cuenten con una dramaturgia a la altura de sus afilados diálogos. No en vano, obras como Barbados, etc. muestran con orgullo su músculo para construir situaciones, para extraer de la nada todo un catálogo de afecciones humanas que describen con extraordinaria precisión los fantasmas que rodean a la vida conyugal. Fantasmas de otras épocas y de la nuestra. De la incomunicación y de la falta de madurez. Del eterno miedo a la insatisfacción vital, que es quizá la lección que más nos cuesta reconocer conforme ganamos años. Una lección que esta pequeña pieza con guion para dos personajes pone en solfa con gran lucidez. Con la destreza suficiente como para huir de la risa tonta o la ironía acomodada, construida para inquietar como esa última cara congestionada de un Tomé hierático durante prácticamente toda la representación. Una cara, unas lágrimas, que exponen con claridad el sentido de lo que hemos visto: esa distancia entre los personajes, entre sus respectivas intimidades, que se desmorona sin previo aviso con la complicidad del público. Quizá, quién sabe, porque en algún punto de ese diálogo nos hemos reconocido en su insatisfacción, en las absurdas situaciones que proyectan sobre el escenario (como esa tortuga que soporta el peso del mundo) el peso de nuestras emociones.
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