Viaje al Macondo Real y otras crónicas, de Alberto Salcedo Ramos (Pepitas de calabaza)  | por Juan Jiménez García

Alberto Salcedo Ramos | Viaje al Macondo Real y otras crónicas

El Macondo real no es un lugar sino un continente. No es ni tan siquiera formalmente un continente, sino un espacio, que va desde la huída hasta el fin del mundo. En ese espacio se cuentan todas las historias. Cada hombre, cada mujer, grande, pequeño o viejo, tiene una o muchas de esas historias, y solo unas pocas se escriben, por puro azar, porque uno se encuentran con ellas y puede hacerlo. Sin embargo, no es fácil. No es fácil escapar a lo pintoresco (que es lo cotidiano de unos visto por algún otro lejano), al victimismo o a colorear las grisuras de la existencia. García Márquez creó el realismo mágico y desde entonces algunos solo son personajes no personas, aunque la realidad mágica sea sobrevivir. Es por eso que este libro, estas crónicas de Alberto Salcedo Ramos, tiene ese valor de objeto a cuidar, como una flor rara.

Como metáfora de esa viaje que emprende el cronista está La travesía de Wikdi, que abre el libro. Wikdi es un muchacho que tiene que caminar peligrosamente durante kilómetros (seis horas entre ida y vuelta) para hacer algo como ir al colegio y escapar de la pobreza. Con el estómago vacío (tampoco el colegio puede ya ni alimentarlos) ese espacio se transforma en el viaje de una miseria colectiva, que atraviesa muchos países como una herida siempre abierta. Una herida en la que cabe ese hambre pero también la violencia. Esa violencia de guerrilleros y paramilitares que destruye todo a su paso (al hombre, hasta lo más profundo) y que aparece en Enemigos de sangre. O sus consecuencias: las víctimas de las innumerables minas antipersonas que siembran el suelo y destruyen cuerpos y vidas; las masacres de civiles con cualquier argumento.  Para Salcedo Ramos es una cuestión de personas pero también una cuestión de voluntades, de un país fracasado, Colombia, que ha renunciado a tantas cosas y entregado una vida en sombras a muchos de sus habitantes, perdidos en regiones remotas y no tan remotas. Y, sin embargo, la vida sigue.

La vida está en todas partes. Y en todas partes es una cuestión de personas. De vencedores y vencidos. O perdedores, porque si hay algo que queda en las páginas de este libro es que dar por buena la derrota es un lujo que uno no se puede permitir y que todo debe ser tomado como algo ocasional para poder seguir tirando. Tal vez esto explique personajes como los bufones de los velatorios, empeñados en hacer reír a la gente frente a la muerte. Y tal vez ese deseo de escapar a lo que hay explique ese equipo de fútbol de travestis, terriblemente malos con la pelota pero cuyo partido se juega en otra parte.

En ese movimiento entre el todo o la nada se instala el boxeo, a cuyos protagonistas Salcedo Ramos les dedica más de una crónica, desde el boxeador perdedor que vuelve al ring, tras trece años, para seguir perdiendo, hasta aquel otro que no, que era un campeón, acabó de paramilitar, y ahora, en conversación, está en una realidad que solo le pertenece a él, construida con piezas inverosímiles. Nada que ver con Lupe Pintor, boxeador mexicano que ganó mucho. Y entre todas esas cosas que ganó, se encontraba el peso de una muerte, la de su contrincante Johnny Owen. Y al final quedó sobrevivir con eso, como se podía. Y eso hizo. Mal hecho, porque ahí sigue todo. Y luego está el mito. Rodrigo «Rocky» Valdez, campeón con un estilo único y que además era un personaje. Un personaje al que aún te puedes encontrar en cualquier lado, tomando cualquier cosa con cualquiera. Y es que los mitos en algunos lugares del mundo se encuentran ahí, junto a los demás, porque de esos demás salieron y no lo olvidan.

Más allá de todo aquello están los irrepetibles. Como el viejo Mile, Emiliano Zulueta Baquero, acordeonista y cantante, uno de los más populares, que recorrió todo los caminos, le cantó a casi todo y dejó mujeres en todas partes, también hijos. Una vida épica por los caminos convertida ahora en aquellas a quién encontró. O Guillermo Velásquez, el Chato, un árbitro que los devolvía (los golpes, las afrentas) con la misma violencia, porque uno es árbitro pero también persona. Hasta expulsó a Pelé, con lo que aquello tenía de jugarse la vida. Pero las cosas, para algunos, son como son. O Darío Silva, que tal vez alguno recuerde de su paso por algún equipo español, y que perdió su pierna derecha, aunque esta brotó de nuevo, como una nueva esperanza. Y más, porque ese Macondo que va de parte a parte, es infinito, y solo está esperando a alguien que le escuche.

Alberto Salcedo Ramos escribe sus artículos desde la escucha, esa parte de nosotros atrofiada por la velocidad, por las prisas. En tiempos donde todo se nos da en frases cortas, en breves noticias, en destellos de algo, dedicar tiempo a escuchar al otro tiene mucho de entrega, de vocación, de búsqueda. De creer en las palabras, de convicción en los hombres, de apertura a otras realidades que forman parte de la nuestra, aún lejanas. Porque siempre, por muy fabuloso que nos parezca todo, hay algo que nos apela directamente. Unos temores, unas voluntades, unas esperanzas.

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