Diario de un hombre superfluo, de Iván Turguénev (Nórdica) Traducción de Marta Sánchez-Nieves. Ilustraciones de Juan Berrio | por Almudena Muñoz
Cuando Fiódor Dostoievski se encuentra en la primera fase de su labor literaria, recurre a un poema de Ivan Turguénev, La flor, para abrir el relato corto Noches blancas (1848) -también publicado en edición ilustrada por Nórdica Libros: «… ¿O fue creado para quedarse siquiera un instante en las inmediaciones de tu corazón?…». Un par de años más tarde, el maestro parece aprobar las habilidades del alumno escribiendo otra novelita que recupera el estilo y el patrón narrativo de aquella de Dostoievski. Si este componía el diario de un soñador a través de lo que el autor daba en llamar, sin entrar a juicio sobre ello, ‘novela sentimental’, Turguénev recorre el estrecho y ambiguo limbo de la ironía rusa y hace de su Diario de un hombre superfluo algo también extrañamente sentimental y soñador.
Quizá en ruso el título suene, en sentido literal, aún más incisivo: el hombre que sobra, que es un exceso. Sin embargo, Chulkaturin, el hombre que firma este diario, no considera haber sobrepasado ninguna línea en toda su vida. A lo largo de doce entradas, de los últimos días de su existencia, postrado en cama o en escritorio, aferrándose a un último sorbo de salud y dignidad, Chulkaturin decide abordar un memorándum de su pasado que acaba convirtiéndose en una fugaz impresión de la infancia (como lo son todas), seguida por el relato de un único acontecimiento. Chulkaturin se lamentará de esto, como un novelista de grandes volúmenes que ve salir de su pluma un cuento ínfimo, o como el hombre a las puertas de la muerte que, segurísimo de sus ideales durante décadas, descubre que tenía inclinaciones muy distintas. El descontento es todavía mayor en cuanto a que el suceso que termina ocupando las páginas de su diario es el más vulgar para las memorias y las obras literarias de cualquier persona: simplemente, Chulkaturin amó y perdió.
Pero el drama de este antihéroe, devenido arquetipo un tanto injusto en las letras rusas, no tiene que ver con el amor ni con su pérdida, sino con el lugar que ocupó en medio de la farsa. Lo romántico siempre será demasiado escénico, ensayado, previsto y dotado de giros trágicos repetitivos. Tampoco es ninguna sorpresa: a fin de cuentas, Chulkaturin está pasando a solas, acompañado por un aya caricaturesca, los últimos días de su enfermedad. El diario podría ser, incluso, una fantasía adornada de última hora si no fuese por el espíritu autodestructivo que recorre las reflexiones: no falta la muchacha presentada en un saloncito, con la jaula de pájaro entre las manos, el paseo a través del bosque y el duelo de razones y consecuencias ridículas -nada que ver con los rígidos duelistas rusos, los de Dostoievski o el Oneguin de Pushkin, sino con la extravagancia risible en los duelos cumbre de La regenta (Leopoldo Alas, 1884-1885) o La montaña mágica (Thomas Mann, 1924). Es decir, el diario parece un ensayo acerca de la validez de los tópicos del romanticismo literario en manos de un hombre sin ninguna filosofía. Algo muy distinto es que ese hombre se proclame satisfecho con salir vencedor de sus tesis.
La sensibilidad de Turguénev se presenta en los matices entre frase y frase, en notas aisladas acerca del paisaje o los objetos que acompañan a los personajes, como copos de nieve que combaten la amargura del relato. Esa intención de fondo, que algunos tacharían de hipócrita, otros de salvavidas moral, se corresponde con las ilustraciones que Juan Berrio ha realizado para esta edición, pues a la severidad de los clásicos rusos le coloca de consorte una luminosidad asociada al cómic, a los colores intensos y a las figuras redondeadas de algunas primeras lecturas de colegio, como Le petit Nicolas de Goscinny y Sempé. Y, en cierta medida, leer el Diario de un hombre superfluo supone también regresar al lugar donde prevalece un optimismo del que se han dejado de recibir pruebas y recompensas. A Chulkaturin le llega una última cartilla de calificaciones, con lo que él considera un suspenso rotundo: nunca ha hecho más que preocuparse por sí mismo, que dar vueltas innecesarias a su papel en un mundo que, en realidad, no se ha percatado demasiado de su presencia.
¿Es esto condenable? Chulkaturin considera que sí; se intuye que Turguénev se mantiene detrás del telón, escéptico e indulgente a un mismo tiempo. Está aquí la historia contada desde el punto de vista de uno que es mucho menos que secundario, que es extra, la mayor parte de las veces figurante sin frase, de los que gesticulan y vocalizan sin emitir palabra al fondo de las escenas. Es la desdicha, a medias cómica, del hombre que solo sirve para desencadenar un desencadenante: la persona anónima que deja caer una maceta que provocará el encuentro de una pareja, la paloma que lanza en pleno vuelo un proyectil que cambiará la vida de un protagonista. ¿No es entonces lógico que Chulkaturin intente escarbar un sentido a toda una vida inútil, rodeado de miradas desdeñosas y sonrisas burlonas? ¿No somos todos un poco Chulkaturin, creyéndonos protagonistas de algo para lo que solo somos un adorno sin enfocar? Tal vez esa sea la conclusión nihilista que hizo famoso a este hombre superfluo, por eso Turguénev y el cuidado puesto en esta edición se encargan de quitarle la razón a Chulkaturin y darle a su diario toda la importancia y belleza que también tiene contemplar la vida desde las esquinas. ¿No podría ser ese, acaso, el hombre más necesario de todos? «… ¿O fue creado para quedarse siquiera un instante en las inmediaciones de tu corazón?…»
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