Fauna / Desplazamientos, de Mario Levrero (Random House) | por Juan Jiménez García
Si hay algo que recorre tanto Fauna como Desplazamientos (los dos libros de Mario Levrero recogidos en un solo volumen por Random House) es la mujer. La mujer entendida como algo inalcanzable, física pero casi un espíritu, concreta pero fantasmal. La mujer y el tiempo. El tiempo maleable, inaprensible, capaz de volver sobre sí mismo una y otra vez o de convertirse en algo eterno, hecho de esperas. Y de nuevo la confirmación de que estamos ante un grande, un grande al que no le importa jugar en terrenos ajenos porque nada, después de todo, le es ajeno. Un escritor capaz de apropiarse de géneros e historias para llevarlas hacia un lugar en el que todo confluye: él mismo.
Fauna es una historia detectivesca sin detective. Sin detective oficial. Un hombre recibe el encargo de una mujer (a la que llamará Fauna) de ocuparse de su hermana (Flora), que ha caído en manos de algo parecido a una secta y algo parecido a un vendedor de ilusiones perdidas. Nuestro hombre es un escritor, un escritor que comparte su oficio, que no da para nada, con un puesto de tabaco, que da para vivir holgadamente. Él no quiere hacer nada ni es ese experto en parapsicologías que pretende la rubia y exuberante Fauna, pero acepta en un gesto que tiene mucho de trance, de pérdida del sentido. A partir de ese momento se meterá en el papel y estirará hilos. Hilos que se enredan en su cuerpo mientras espera, enamoradizo, el regreso de esa mujer que le ha convencido para meterse en ese asunto en el que nada es así. Y mientras espera y sigue esperando, mientras da tumbos, físicos y mentales, todo se confunde. También él. Construida como una novela negra sin víctimas, una novela negra enrarecida, una novela de misterio, Fauna es un juego de manos literario en el que Levrero encuentra un género, lo desmonta y lo devuelve a su aire, entre la ironía y el destino.
Desplazamientos, la segunda de las novelitas, es otra cosa. Un experimento literario gozoso, hecho de vueltas atrás, de reescrituras de la historia. Un casero heredado (al que su padre ha dejado algunos edificios extraños, que también tienen algo de su infancia) recorre un bloque cobrando la mensualidad. Allí se encuentra con todo tipo de seres y, entre ellos, dos hermanas. Una de ellas acaba de tener un hijo y aún tiene leche en los pechos. También tiene una hermana, algo más fea (o tal vez solo sea una apreciación injusta, por comparación enamoradiza). Entre ellos se establecerá una relación extrema, llena de deseo intenso, sexo rápido y, sobre todo, una temporalidad vacilante. La historia se reescribe constantemente en busca de una verdad que no existe (o no la podremos conocer). Cada acontecimiento, cada suceso, es solo una posibilidad más de una historia más. Cada fragmento, un desplazamiento, un emborronamiento, mediante el que el escritor uruguayo nos introduce en un artefacto inquietante. Un artefacto que no deja de ser una reflexión sobre la escritura y sobre la propia construcción del relato.
Indagaciones sobre la mujer, sobre el doble, sobre el tiempo doble o triple, sobre lo mágico (que no es otra cosa que lo raro). Indagaciones sobre el relato. Celebración de la construcción del mundo, del propio, de eso que es la literatura. Una literatura sin límites, sin complejos, que salta gozosa de acá a allá, sin perder el aliento, firme la respiración. Eso es, aquí de nuevo, la escritura de Mario Levrero, pequeños misterios iniciáticos de camino hacia la lectura como acto liberador. De quién escribe, cierto, pero también de aquel que lee.
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