El silencio aparece de pronto entre las rocas y el dolor. El silencio, vestido de sal y musgo, se hace cuando nado sin cuerpo o cuando camino bajo la luna llena de un cielo ajeno. El silencio desgarra cortinas de terciopelo y espolvorea el recuerdo que provoca la fuga de un perfume concreto. El silencio se muestra cuando bailo descalza frente a un mar de personas sin rostro o cuando siento miedo y vergüenza al recordar lo que no he sido. El silencio huele a sangre y a olvido.
Aunque no me pertenezca, el silencio me conecta íntimamente con el mundo. O con su ausencia. Desnudez y plenitud de estrellas a través del marco de la ventana. Aun conteniendo mi nombre, el silencio es impersonal y escurridizo, eterno y a la vez fugaz como una palpitación de verano en forma de suspiro. Es de textura indefinida y se filtra con disimulo por las paredes del alma convertida en materia. El silencio nace en el interior y se expulsa en vano, porque no existe, porque no se deja disolver o fragmentar, porque igual que se engendra sin previo aviso un día desaparece sin más, como el tacto del primer amor.
Número siete
Pa(i)sajes: Voces y silencios
Collage: Francisca Pageo