E-19, de Mayte Alvarado (El verano del cohete) | por Óscar Brox
Vivimos una etapa de afloración del cómic y la novela ilustrada en los catálogos de unas cuantas editoriales. De clásicos revisados y de autores trasladados al flexible lenguaje de la viñeta, el bocadillo y el entintado. Thoreau, Woolf o Vian han saltado de un medio de expresión a otro con resultado feliz. Sin ir más lejos, el sello extremeño El verano del cohete también experimentó en ese terreno con sendas adaptaciones de obras cortas de Goethe y Pérez Galdós. Sin embargo, sería injusto poner ese trabajo de traducción en imágenes por encima de aquello con lo que más se identifica su trayectoria: sus propias historias, que han estado presentes desde su primera publicación. Relatos, cuentos, incluso novelas, que aportan una dimensión y una profundidad a la línea editorial. Pero que también sirven para calibrar su evolución, su madurez creativa y un trabajo de edición cada vez más reconocible.
Lo que distingue a las obras de El verano del cohete es ese sentimiento de trabajo artesanal que tanto se nota nada más abrir la primera hoja. Ese carácter de obra única, casi como recién acabada, que despierta calidez y una sensación de cercanía en su trazo y en el uso siempre determinante del color. A Mayte Alvarado, una de las editoras de la publicación, la conocemos por su participación en varios de los libros lanzados. También por su debut en solitario con el cuento trágico Miss Marjorie. E-19 es su segunda aventura, esta vez en el territorio del cómic, y lo primero que sorprende para quien conoce su obra es, precisamente, la elección del color. Si algo tenía el universo de Miss Marjorie era una dualidad entre el blanco y negro y esos toques de rojo que le aportaban una dimensión emocional a unas viñetas estilo cómic centroeuropeo. E-19, en ese sentido, rompe con aquella estética al optar por el azul y el cobre como colores predominantes para describir el tono de la historia. De un cuento, en esta ocasión, completamente desnudo de palabras. Más elemental. Confiado a la fuerza de la distribución de sus cuadros.
E-19 narra la historia de un granjero acosado por su soledad, por un dolor que ni las rutinas domésticas ni sus muestras de ingenio pueden paliar. Y es precisamente el ingenio, el antídoto general para la frustración, el que lleva al protagonista a construir un robot con hechuras femeninas para así sentirse menos solo. Para tener ese punto de referencia que escuche nuestros pensamientos, que comparta las palabras y reaccione ante las impresiones, sean del cariz que sean. Como sucedía con su anterior obra, E-19 es también un cuento trágico, la narración de una voluntad que trata de sobreponerse a lo infructuoso, porque es la tremenda soledad que aborda a cada momento a su personaje la que le obliga a perseverar en su creación. Quizá pensando en ese sentimiento que la tecnología se ha encargado de disipar relativamente, cada vez que nuestras acciones, rutinas y costumbres caen olvidadas al no tener lugar o persona que las presencie.
Decíamos que E-19 posee un tono más elemental, incluso desnudo, y no es difícil intuir que Alvarado ha querido capturar, antes que nada, el juego emocional que marca la breve relación entre los personajes. Ese contacto con las costumbres rurales, con los trabajos del campo, que describen a su protagonista. O esa mirada ensimismada sobre un universo de pequeñas dimensiones que, sin embargo, atesora tanta belleza. En cierto modo, se puede decir que E-19 no es tanto un cuento trágico sobre la tenacidad humana como un retrato de la naturaleza que le da cobijo. De los campos, de los insectos y las estrellas que acompañan a los personajes en las viñetas. De esa belleza, tal vez inaprensible, que precisamente por eso luce más bella en el fondo de cada dibujo. Porque, más allá de las reacciones del robot y de su constructor, es la que nos pone en contacto con ese paisaje solitario, con las cosas que irremediablemente se perderán entre la chatarra y la vida breve. Entre intento e intento por conseguir que una máquina de cobre perciba el alcance de los sentimientos humanos.
Los dibujos de Alvarado tienen ese precioso toque elemental, de trazo sencillo, que busca expresar, atrapar y cultivar el lenguaje de las emociones. Ese color azul celeste de la piel humana es una extensión de la tristeza inseparable de su protagonista, que tan rápido se contagia sobre el hogar o rebota contra el fondo oscuro de la noche campestre. Y el otro, el naranja cobrizo del metal de la hembra robot, una invocación a esa tierra de la que no surge nada. Ni barro primigenio para crear a una compañera en el paraíso ni mano que sienta el mismo tacto ante las pequeñas virtudes de la vida. Y es que Alvarado se esfuerza en capturar las sensaciones, las intentonas y cada golpe de frustración, pero no por ello oculta que la gran belleza en E-19 es esa naturaleza que, como el vuelo distraído de una mariposa, se abre camino entre viñeta y viñeta. Indestructible, inalcanzable, inigualable.
El mérito de la obra, y también de la labor editorial de El verano del cohete, cabe encontrarlo en la mezcla de humildad y tesón con la que encaran la publicación de libros ilustrados. También su caso es un ejemplo de perseverancia y de pequeñas virtudes; de elegir dibujar las emociones con ese trazo cercano y familiar que deja respirar a cada viñeta. En el que el lector reconoce fácilmente los grandes temas universales del cuento. Y E-19 es eso: la ilustración de un tema universal. La eterna pugna con nuestra naturaleza humana, cada vez que el ingenio batalla con la frustración, y los hombres nos sentimos impotentes para retener esos destellos de belleza que desprende el paisaje. Dejemos, pues, que este fantástico libro nos lo recuerde a través de sus dibujos.
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