Cuentos completos, de E.L. Doctorow (Malpaso) Traducción de VV.AA. | por Óscar Brox

E.L. Doctorow | Cuentos completos

El relieve literario de Edgar Lawrence Doctorow llegó, en un primer momento, por su capacidad para urdir una serie de ambiciosos frescos históricos, como Ragtime o El libro de Daniel, en los que fraguar su visión sobre aquellos episodios clave de la Historia de América. Algunos de sus protagonistas, como JP Morgan, Emma Goldman, Julius y Ethel Rosenberg, fueron personajes con los que su autor tejió un retrato detallado de la larga marcha de los Estados Unidos. Glosas a la historia oficial que evaluaban la madurez de una nación a través de sus grandes relatos. Acostumbrados a ver en Doctorow a un corredor de larga distancia literaria, los Cuentos completos que publica la editorial Malpaso suponen una oportunidad para descubrir la finura estilística de sus narraciones breves. Esa manera de capturar la realidad entre lo grotesco y lo compasivo, a partir de unos personajes que se interrogan sobre su lugar en el mundo mientras la vida se abre camino.

Philip Roth necesitó varios libros hasta dar con la voz para expresar las tribulaciones interiores de Alexander Portnoy; Don DeLillo fue depurando su escritura hasta alcanzar eso que en sus últimas entrevistas describe como escribir con la mirada. Y, sin embargo, con Doctorow uno tiene la sensación de que sus relatos parecen tallados del mismo árbol, coherentes y compactos en su forma de reflejar ese mundo al que sus personajes se aventuran. Porque decir que lo viven sería demasiado atrevido, pues su autor se las apaña para ilustrar con cada historia esa impresión de desamparo e ignorancia que les gobierna. De ingenuidad, como quien se despega demasiado tarde de la teta materna para palpar una realidad confusa; a ratos demasiado real y a ratos demasiado soñada. Una realidad que Doctorow describe con tantos matices, como en Willi, que cuesta no perderse entre sus páginas, en el sonido, en los olores y las pasiones que colorean la voz de ese narrador que recupera un recuerdo traumático de su infancia.

En los relatos de Doctorow, el tono burlón que utiliza, casi grotesco, tensa el grado de identificación que podemos establecer con sus protagonistas para hacer que nos preguntemos qué clase de fuerza vital les ha permitido vivir hasta ese momento. En su prólogo a la edición, Eduardo Lago afirma que sus cuentos huyen de la epifanía, y es cierto. En lugar de construir a un personaje, Doctorow desmenuza sus inconsistencias de manera que nos permite ver hasta qué punto son también las nuestras. La falta o el exceso de iniciativa, la amargura cuando una pasión no es suficiente combustible para forjar una vida o la frustración tras descubrir que todos a tu alrededor desearon ser alguien en quien nunca pudieron convertirse. Doctorow observa las pequeñas miserias de las personas sin ese matiz moral que contiene un tono de superioridad. Sin lecciones ni castigos, pese a que algunos lo tachen de escritor cruel. Con esa franca sensibilidad que se ciñe a narrar los numerosos palos de ciego que llevan a cabo sus criaturas, tal vez en busca de un reconocimiento o de una realidad lo suficientemente esquiva como para no proporcionarles acomodo.

De la vasta producción que comprenden estos Cuentos completos hay varios relatos donde el talento de Doctorow brilla con mayor intensidad. Está El escritor de la familia, retrato de la muerte del padre que, en un tono tragicómico, dibuja esa sensación agridulce que siente cualquier hijo al percibir, quizá por primera vez, que el balance al final de la vida rara vez es el deseado. Que el fracaso o la indiferencia fueron el impulso de aquella para construir la familia. No la voluntad ni las ganas. Y resulta muy hermoso, también hiriente, con qué mezcla de prudencia y dolor describe a ese hijo que escribe la vida de un padre desconocido para mantener intacto el recuerdo que la anciana madre guarda todavía de él. Para salvar las apariencias, aunque cada nueva misiva liquide la imagen del padre. De ese padre al que su narrador se acerca, reconoce, en la tristeza que no compartieron. Al convertirse, él también, en alguien que elige un disfraz o una voz impostada para vivir una vida no deseada. Otro tanto sucede con Walter John Harmon, cuento en el que Doctorow sitúa la diana sobre el cinismo y el pragmatismo más bobalicón que definen los modos de vida contemporáneos. Si al hombre moderno le cuesta reconocerse sin la panoplia de recursos que le ayudan a encontrar su lugar en el mundo, el autor de Ragtime ironiza al respecto con los avatares de una secta al borde del colapso y la acrítica entrega de sus seguidores, incapaces de retomar sus vidas porque no pueden hacerlo sin una figura de autoridad, sin el baboso paternalismo que destaca como un vicio propio.

Quizá Jolene, como Bebé Wilson, sea otro de los relatos más logrados de Doctorow. En parte, por la fuerza con la que describe el relato de una vida desgastada al poco de empezar, con esa muchacha que pase de hombre en hombre sin que la fortuna le permita echar raíces. Encontrar su identidad, su lugar en el mundo. No en vano, ese mismo dilema es el que atenaza a la pareja de secuestradores que no saben si devolver o no al bebé que han robado. Porque quizá no sean capaces por ellos mismos de tenerlo. De disfrutar de esa posibilidad. Como si las partes más luminosas de la vida se atrofiasen tan pronto la razón sustituye a la curiosidad como brújula vital de las personas. Cuesta decir lo que se siente cuando no sabes qué es de ti, hacia dónde te mueves, qué te reserva el futuro. Y los tontos personajes de Doctorow son, al fin y al cabo, réplicas de esa inconsistencia, de esa insoportable duda, que a menudo nos asola mientras intentamos llegar a un acuerdo con nuestros sentimientos, con nuestras oportunidades y anhelos.

Hay muchas facetas de E.L. Doctorow reunidas en esta antología, relatos que beben del acervo cultural americano, cuentos que guiñan el ojo a lo mejor de la literatura y pequeños dramas interiores que reflejan nuestra pugna para desembarazarnos de esas cuitas que nos traen por el camino de la amargura. Todos ellos hacen de su autor un humanista, o un ironista en la tradición de Richard Rorty, que traslada al evocador terreno de la ficción ese sentimiento de  falta de completud que persigue al hombre. Ese mismo que nos lleva a arañar la realidad, a darnos de bruces contra la frustración, cada vez que echamos un vistazo a nuestra vida interior. Hacia esa parte desconocida que tratamos de buscar con palabras.  Aunque no siempre encontremos las más apropiadas y, en fin, nos conformemos con andar a tientas por la realidad. A la espera de eso que nunca sucede en la obra de Doctorow: una epifanía.


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