Cosmotheoros, de Christiaan Huygens (Jekyll & Jill) Traducción de Rubén Martín Giraldez. Ilustraciones de Alejandra Acosta | por Óscar Brox

Christiaan Huygens | Cosmotheoros

Más de medio siglo antes de que la sonda Voyager fuese lanzada al espacio para el estudio y la exploración del sistema solar, Georges Méliès soñó que el cine era capaz de cubrir, con un primitivo fundido encadenado, la distancia entre la tierra y la ignota superficie lunar. Bastaron 10.000 francos, un cañón y la literatura de anticipación de Verne y Wells para forjar ese instante en el que la técnica se abrazaba con la imaginación para iluminar un nuevo mundo. Para nutrir con ingenio el ansia por la conquista científica. No en vano, la curiosidad fue durante siglos el combustible para poner en marcha las más diversas teorías sobre todo aquello que formaba parte del vasto cielo. También el terror y la necesidad de conocer el motivo por el que sucedían fenómenos como los eclipses solares.

Cuando Cosmotheoros vio la luz, Europa vivía los dos episodios más relevantes del siglo XVII. De un lado, la Paz de Westfalia, que arrebataría al papado la figura central dentro del esquema del Poder, allanando el camino para el ímpetu renovador de la Ilustración; y del otro, la consolidación de la revolución copernicana que abanderaría Kant. Y es que precisamente fue Copérnico y su transición hacia un sistema heliocéntrico el punto de partida de estas conjeturas relativas a los mundos planetarios que Christian Huygens dedicó, como una larga carta, a su hermano. Constantijn, que moriría pocos meses después, había acompañado a Huygens durante sus largas charlas junto al telescopio, con el tapiz nocturno de estrellas y planetas como eterno misterio que necesitaban desentrañar.

Las conjeturas de Huygens arrancan a partir de la evidencia de la naturaleza humana y las ideas en torno a los planetas del sistema solar. Con los datos recabados en torno a Marte, Saturno o Júpiter, más la certeza que conceden las diferentes revoluciones humanas acaecidas durante siglos sobre la tierra, Huygens se aventura al vasto espacio armado con un método: la semejanza. Pensar que aquello que nos hace singulares no tiene por qué ser patrimonio exclusivo del hombre, sino una característica extensible, a la luz de los hallazgos astronómicos, a otros planetas. Así, a partir de lo más elemental, que extra de sus lecturas de Kepler, Copérnico, Nicolás de Cusa o Giordano Bruno, Huygens se pregunta una y otra vez si no es posible aventurar la universalidad de tal rasgo; si donde hay placas de hielo o temperaturas parecidas no puede existir un cultivo; si un cultivo no puede dar pie a pensar en cuestiones de botánica, de zoología y, en fin, de vida biológica. Por curiosidad, pero también por necesidad, pues su cadena de inducciones deriva de aquella la posible existencia de habitantes que tengan manos, sentidos, alma y raciocinio a semejanza de los humanos.

Del mismo modo que Kepler fue precursor de la ciencia-ficción con Somnium, en la que narraba un viaje onírico a la luna, Huygens avanza en sus conjeturas la imaginería de unos planetas todavía desconocidos para la ciencia, evocaciones soñadoras que anhelaban poder llevar a cabo el gran salto. De ahí que Cosmotheoros sea, en cierto modo, un tratado sobre la naturaleza y las pasiones humanas que su autor exploró a conciencia mientras especulaba con la descripción de las sociedades de otros planetas. Un tratado marcado por las exigencias de la naturaleza, la magnitud de las conquistas humanas y la figura de Dios, que gradualmente desaparecería (como el éter de la teoría aristotélica) de las explicaciones astronómicas en el curso de los siglos posteriores. Un tratado en el que, frente al giro copernicano, Huygens discute las lecturas de Athanasius Kircher y, junto a su telescopio, fabula con el mismo arrebato humanista con el que Descartes fraguó su discurso del método en una habitación en Holanda. Si el primer libro es un amplio tratado sobre la constitución de la vida natural y animal en los planetas del sistema solar, el segundo hunde sus raíces en la propia constitución de cada planeta tal y como está recogida por los diferentes estudios.

Para esta maravillosa edición de Cosmotheoros, la editorial aragonesa Jekyll & Jill ha contado no solo con una precisa traducción de Rubén Martín Giráldez, atenta al detalle y profusa en información complementaria sobre cada dato, autor y obra citados, sino también con las bellísimas ilustraciones de Alejandra Acosta. Unos dibujos que comparten el espíritu de la obra de Huygens, pues proponen una colección de imágenes de la ignota botánica extraterrestre, de los animales, plantas y habitantes de aquellos planetas que las palabras de su autor intentaban acercar como si pudiésemos verlos a través del más potente telescopio. Y es que a Cosmotheoros le sucede como a la concepción mecanicista de los animales de Descartes. Sin esta última, posiblemente, no existirían las ovejas eléctricas de Philip K. Dick. Sin la obra de Huygens, además de la teoría ondulatoria de la luz y el estudio de los anillos de Saturno, entre otros hallazgos, nos habríamos visto privados de esa curiosidad que página a página alienta a descubrir todo aquello que se desconoce. La misma que llevó a un viejo ilusionista a invertir una pequeña gran cantidad de dinero para fantasear, sesenta y siete años antes de que la nave Apolo 11 aterrizase sobre su superficie un 20 de julio, con el viaje a la luna.


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