La vida te matará, de Rafa Calatayud (Alrevés) | por Juan Jiménez García
Tal vez, en nuestra más completa ignorancia, aún esperábamos esa novela negra que debía darle a Valencia el lugar que le correspondía como agujero negro de un agujero negro aún más profundo, este país. Diremos: oh, no, Valencia tiene una larga tradición de novela negra, y nos remontaremos a los tiempos de Ferran Torrent y su lectura obligatoria para alumnos avanzados de valenciano. Pero lo cierto es que ni tan siquiera él, que soñaba con ser Vázquez Montalbán (como otros tantos, por otro lado), seguramente llegó a ofrecer esa obra en la que debíamos reconocer un algo, cierta cosa. Quizás el problema fue siempre uno: en esta ciudad no se puede escribir una novela protagonizada por un policía o un detective privado, porque nunca será creíble. Para llegar hasta el fondo del asunto, hay que abrazarse (y eso lo reivindica acertadamente Rafa Calatayud) a Luis García Berlanga y Rafael Azcona. Y ya no solo por la renovación y puesta al día del esperpento.
Toda novela negra debería ser una cuestión de personajes. Sin estos, ningún ambiente, ninguna trama logra sostenerse, tal vez porque el género siempre será una cuestión de entregarse a la contemplación de los límites del ser humano y su respuesta hacia algo que le es hostil, como poco, ajeno las más de las veces: el mundo que le rodea. La sociedad, que dirían algunos, más a la moda. Y el asunto está en que La vida te matará es una novela coral. Es una novela de personajes. Además, unos personajes miserables, un asco: cerdos, cabrones, miserables, capaces de cualquier cosa por cualquier cosa. En fin, un retrato de nuestro tiempo en nuestra ciudad. Si alguien quiere comprender la corrupción, el cómo hemos llegado a ser los números uno en el tema (y mira que nos gusta tener lo mejor, ser los mejores, los primeros, los únicos), debe de acercarse a las personas, salir a la calle. Y por eso no encontrará mejor novela para entender todo lo que nos pasó (nos pasa y nos pasará), que esta. Y eso que no habla en ningún momento del asunto.
La vida te matará empieza por el final. Para seguir por el principio. Y así iremos hacia atrás y también hacia adelante, alternativamente, lo cual viene a querer decir, por otro lado, que poco cambia el orden de las cosas. Podemos avanzar o retroceder unas horas, o unos años, y la sensación es que todo es igual. Dos asesinos esperan a un tipo con cara de funcionario al final de un túnel para que les entregue algo. Algo que quieren los rusos. Los rusos, por su parte, están tomándose una paella en un sórdido bar, un bar seguramente menos sórdido que algún que otro que hemos pisado (y eso es lo terrible, que nuestra cabeza no deja de encontrar que esas geografías no nos son ajenas y que esos tipos nos suenan). A partir de ahí tenemos quince horas para descubrir quién puede ser peor que los demás, en una desenfrenada carrera en el que las piezas van encajando y las personas muriéndose, entre la tensión de los espacios cerrados y el desenfreno de una despedida de soltero, club de putas obligado presente.
Por muy disparatadas que sean las situaciones (conejos incluidos), por muy lamentable que sea el comportamiento de los individuos, lo más terrible de todo es que nada nos resulta imposible, y casi que ni ajeno. No es ya una visión pesimista de la vida, una especie de celebración del mal (pero el mal de andar por casa, desprovisto de connotaciones existencialistas, un mal populista, del pueblo para el pueblo), sino que las cosas son como son, y tal vez sea pesimismo o esa permanente sensación de derrota que tiene uno cuando está donde está y abre los periódicos todos los días. Y los días (y los periódicos) te traen un mundo aún más delirante que este La vida te matará. Porque quizás la novela negra valenciana camina al lado de una realidad grotesca que no necesita ser deformada, sino tan solo escrita. Una realidad que está en cualquier lado y en cualquier rincón, que se nos pega a la piel como el calor húmedo de estos veranos interminables. Rafa Calatayud ha escrito una novela de nuestro tiempo desde nuestro tiempo, callejera y canalla. No hay buenos, no hay perdedores, no suena el jazz, son tiempos de karaokes y de salir corriendo en llamas, bosque a través, esperando que arda todo. Esta ciudad, esa gente, todo.
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