Chavales del arroyo, de Pier Paolo Pasolini (Nórdica) Traducción de Miguel Ángel Cuevas | por Juan Jiménez García
La construcción de un mundo propio (por llamarlo de algún modo), la búsqueda de una realidad que no le resultara ajena, le llevó a Pier Paolo Pasolini no pocas obras, que coincidieron en el tiempo, pero no en la forma. Su poesía, su prosa y su cine se entregaron a ese esfuerzo entrecruzándose con su propia vida, hasta encontrar un forma y, por qué no decirlo, una épica. Una épica de los escombros, de los despojos, del muerto de hambre, del cuerpo (esquelético), del cuerpo del hombre, del cuerpo de la ciudad. Ciudad periférica, ciudad desecha, como si hasta aquellas barriadas (es un decir), aquellos descampados, solo hubieran llegado los restos de un naufragio. Tristes, grises, desparejados. Trágicos. Vertedero de basuras, vertedero de hombres.
Chavales del arroyo fue su primera novela. Luego se encontraría, por algún cajón, esa novela corta o relato extenso que es Amado mío, y ahí ya estaría algo de esta, algo de todo. Pero Chavales del arroyo es como un lugar al que llegar, desde su poesía, y un punto al que ir, hasta su cine. En ella ya está contenida lo que quizás sea la llave que nos permitirá abrir toda una manera de sentir y, por tanto, de crear. Como ese verso suyo, sus personajes compartirán con él esa desesperada vitalidad. Una vitalidad juvenil enfrentada a una desesperación de no poder ser joven, ni persona. Cuando el único pensamiento posible es cuánto tiempo lleva uno sin comer, es difícil ser una cosa u otra.
Riccetto, su protagonista, será el primer Accattone. Personaje famélico, como todos, habitado por la misma chulería de sus colegas, dejándose caer en los mismos lados, disfrutando de una misma ignorancia, pero con una cierta nobleza, un buen corazón que no le aportará nada, más que estar unos pasos más cerca de ningún lado. Alrededor de él, ese mundo de restos, de gentes inservibles, que insisten en sobrevivir o en sobrellevar la vida, que imaginan que es otra cosa, pero tampoco saben muy bien qué. Los pequeños robos, el prostituirse, las estafas, quitarle el dinero al de al lado, al colega mismo, es toda una forma de vida. Ya no es que trabajar canse, que cansa, como pensaría Accattone, sino que ni tan siquiera esa posibilidad existe. Accattone es después de todo el hermano mayor de estos desgraciados. O estos unos años después. Demasiado jóvenes, todavía no piensan en las posibilidades de negocio de hacerse chulo. El hambre es la misma, pero las conciencias evolucionan.
Pasolini será capaz de extraer una épica de la mierda. Su escritura descenderá a los infiernos para encontrar el lenguaje necesario, y ese lenguaje solo puede ser la realidad. No se trata de que sus personajes hablen con la fidelidad de aquellos que él ha frecuentado (y frecuentará), ni de encontrar una oralidad. No. Pasolini simplemente intenta que sus palabras, las de ellos y las suyas, sean capaces de describir un mundo que solo puede ser descrito así. Un mundo sucio necesita un lenguaje sucio. Unos chavales del arroyo necesitan un lenguaje del arroyo. Nosotros, lectores, acabamos como sus protagonistas, bañándonos en un río de desperdicios, tostados al sol tumbados sobre la basura, esperando que el techo se nos caiga sobre la cabeza en la división de la división de la división que nos ha correspondido de un piso. Como ya había conseguido en su poesía, todo este horror tendrá algo de bello en su sordidez, de luminoso en esa noche perpetua que sus personajes viven incluso bajo el sol más intenso. Por momentos estamos tentados de pensar que son felices.
Sí, tal vez son felices. Riccetto tiene la amargura de Accattone pero la inocencia y esa tonta felicidad que da la ignorancia de Ninetto Davoli. No es difícil imaginárnoslo con una enorme flor a la espalda, saltando y canturreando por los descampados periféricos de esa Roma devastada, moral y físicamente. Coger el tranvía de un brinco, quedarse atontado ante la última mujer cruzada. Cuando uno vive rodeado de la muerte, cuando esta parece ser el único cambio que uno puede esperar en la vida, mejor no pensar mucho las cosas. Vivir se convierte en sobrevivir, y sobrevivir solo desde la contradicción de ese verso también de ese Pasolini poeta: frente a la incurable conciencia de no existir, la inconsciencia.