¿Por qué nos gustan las guapas?, de Rafael Azcona (Pepitas de calabaza & Fulgencio Pimentel) | por Juan Jiménez García
Si tuviéramos que hacer caso de cierta enciclopedias de nuestro tiempo (y de nuestra modernidad “en línea”), Rafael Azcona sería poca cosa. Media hoja e incluso menos. Si tuviéramos que hacer caso a nuestra propia vida, Azcona sería algo más. Pongamos media vida. O no pongamos nada, porque tampoco es cuestión de estar cuantificando siempre los afectos, ni tan siquiera en esta generación tan dada a las estadísticas y a numerar las cosas. Y no lo deberíamos hacer fundamentalmente porque encima el escritor español representa el triunfo de la palabra sobre todas las cosas. O el gozo de escribir (que automáticamente es el gozo de leer). Porque lo primero que nos descubre un libro-recopilación como Por qué nos gustan las guapas (larga vida a Pepitas de calabaza y Fulgencio Pimentel) es que tras él ha estado un hombre que ha escrito mucho, sí, y que se ha divertido más aún haciéndolo. Y que ser divertido cuesta mucho más trabajo que hacer llorar (una patada bien dada, o un dedo metido en el ojo apropiadamente,…). Y, si es con clase, aún más.
Rafael Azcona pasa su juventud en Logroño, un lugar nada bohemio. A eso pone remedio marchándose a Madrid y frecuentando ciertos cafés, que le pondrán en contacto con el mundo literario (él, escritor de poesía, es decir, poeta). Pero sin duda, el encuentro que marcará aquellos años y su vida será el de La Codorniz, aquella revista que ya leía en sus años provincianos, y en la que entrará en 1952 (en este primer tomo, los textos llegarán desde allá hasta 1955). La revista más audaz para el lector más inteligente reunía a buena parte de los talentos humorísticos de la época (o épocas, porque desde su fundación en 1941 por Miguel Mihura atravesó no pocas), y alguien con el fino humor de Azcona y, sobre todo, su capacidad observadora, no podía ir a parar a otro sitio en aquellos años nada divertidos.
El caso es que ahí se asentó él y, poco a poco, empezó a encontrar su lugar y también sus personajes, además de un tono, una manera de ver la vida, si se quiere. Manera que atrajo la atención de Marco Ferreri, llegado el momento, y a partir de ahí, empezará un capítulo de la historia del cine en España y más allá. Un capítulo muy importante, que dejará obras mayúsculas. Pero aquí estamos escribiendo sobre sus artículos para el semanario, luego sigamos.
Tras un estupendo y extenso prólogo de Bernardo Sánchez, entramos en materia. O mejor, entra Azcona. O uno de sus múltiples seudónimos. Hay que decir que el escritor tuvo que encontrar su sitio (son sus años de aprendizaje) y que seguramente nos será más reconocible en el segundo tomo (que recoge el resto de sus artículos y que ha sido publicado de forma reciente). En estos primeros años, no obstante, empezará no solo a dejar caer sus primeras chinitas (que en el segundo serán pedradas) sino a ir probando cosas. Cosas como el personaje del abuelo recalcitrante, siempre con delirantes consejos (humanos, muy humanos), como Don Herminio, o sus estudios (ensayos muy poco serios sobre nuestro día a día), además de nada sesudos artículos que buscan respuestas a temas que nos oprimen (¿por qué nos gustan las guapas?, ¿sabemos decir olé?, ¿cómo librarse de los acreedores?). Pero sin duda, allí donde surge el Azcona más pleno, allí donde lo encontramos respirando a pleno pulmón, es en su análisis entre el absurdo y la ironía, del día a día, en el que cualquier argumento, desarrollado escrupulosamente bajo su pluma-lápiz, ofrece una imagen reveladora de una sociedad nada brillante y de un país más que mísero, miserable.
Es inevitable encontrar aquí y allá los personajes que luego poblarán sus guiones, sus frases, sus conversaciones, como algo natural. Más blanco en este primer tomo (pero con mucha mala leche), más negro en el segundo, en lo que más que soltura parece atrevimiento, convicción. El dominio de Azcona del lenguaje es total, y eso le permite jugar con la poesía (no olvidemos esa faceta primera de poeta que tuvo) y hasta con la zarzuela, sin dejar nunca esa sonrisa que imaginamos infantil, de niño que ha cometido una gamberrada, una travesura. Todo es válido para desmontar un país y volverlo a montar desde el humor, retrato de una sociedad triste, dormida, enredada en los hilos de régimen, y, por ello, risible.